lunes, 10 de marzo de 2008

Hojarasmo

¿De dónde nos viene esa sensación de módico placer que produce pisar una hoja de árbol seca? Es apenas un ruido crujiente que nos sube desde la planta del pie y dura un segundo o menos, pero no podemos evitarlo. Y no hablo de las hojas que yacen amontonadas por el viento, que serían muy fáciles de atacar porque ocupan un espacio considerable, no. Hablo de las hojas aisladas, una aquí, otra a dos metros, a veces separadas entre sí por dos pasos o, lo que es peor, por un paso y un poco más, o un poco menos, es lo mismo, porque ésas nos obligan a alargar o acortar exageradamente el paso, mientras esperamos que nadie esté mirando lo que hacemos. Pero cuando conseguimos calcular la distancia exacta como para que caiga justo debajo de nuestro pie sin que tengamos que forzar la marcha, o cuando este hecho fortuito se produce por casualidad, ah, qué deleite. Especialmente ésas bien secas, que hacen un ruido, qué digo un ruido, es mucho más que eso, es una vibración cósmica que atraviesa todo nuestro cuerpo como un estremecimiento, y entonces entramos en éxtasis, y –siempre con cuidado de que nadie se dé cuenta– ponemos los ojos en blanco, las pupilas giran hacia el cielo, los brazos se sacuden en un espasmo delicioso y la boca se nos afloja en una imperceptible sonrisa cuyo origen, a estas alturas, nadie podría confundir con otra cosa.

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