martes, 17 de marzo de 2009

Volatilidad del amor

Todo empieza cuando A se da cuenta de que está sintiendo calor en una zona en la que nunca había experimentado tal sensación hasta ese momento. Es más: ni siquiera sabía que la tenía. Se palpa entonces, tratando de establecer la ubicación exacta de la zona caliente. O más caliente que el resto, mejor dicho. En ese momento se da cuenta de que hay allí una sustancia, digamos líquida, con cierta tendencia a expandirse. Cuanto más aumenta la temperatura, y la presión que A realiza para reconocer esa materia, mayor es el espacio que ocupa. Tanto es así, que parece no conformarse con llenar por completo el área exclusiva de A, y desarrolla una especie de seudópodos que tantean el aire, buscando algo que todavía no sabemos qué es. Pero A sí lo sabe. Y presiente que “eso” que es tan ansiosamente buscado por las prolongaciones de su materia expansiva es, justamente, lo que causa todo el fenómeno en cuestión. “Eso” es B, que, a su vez, comparte, en ese momento, la misma sustancia líquida con A. Pero el hecho de que la materia volátil de A sea de la misma naturaleza que la de B, no garantiza que los procesos sean iguales. En efecto, comprobamos que B, por razones que desconocemos, necesita mucho menos calor que A para transformar ese material líquido en vapor. Esto nos permite llegar a una conclusión importante: B (mejor dicho, su sustancia amorosa, que de eso se trata) es más volátil que A. Es ahí cuando empiezan los problemas, porque en el mismo tiempo que una pequeña parte del amor de A necesita para volatilizarse, el de B se ha evaporado casi por completo. Y es entonces cuando A, por fin, se sienta en la semipenumbra de su estudio y, como quien no quiere la cosa, compone de un tirón la letra del tango más sentimental de la historia.

domingo, 8 de marzo de 2009

Elogio de la sensualidad

Hasta unos desabridos fideos tallarines pueden volverse gloriosos con un toque de pimienta y un chorrito de aceite. El sabor provocativo y sensual de la pimienta, ese viagra de las papilas gustativas, es pariente de otras sensaciones parecidas: la albahaca fresca, unas aceitunas carnosas, un queso bien estacionado, pimientos asados al fuego, el aroma de la carne asada a las brasas, una copa de cabernet sauvignon a la temperatura justa, buena música, el diario del domingo, la inminencia de la llegada de personas interesantes y queridas. Y no hay que ser ricos para disfrutar de estos placeres.

jueves, 5 de marzo de 2009

Un clásico

El cuchillo era un utensilio común de cocina. Mango de madera, hoja de acero ancha en la base, terminada en punta, afilada. La mano lo sostenía con el filo hacia abajo, el brazo flexionado, levantado, con el puño a la altura de la oreja. La cortina del baño estaba corrida y podía verse por encima la flor por donde salía el agua de la ducha. El antebrazo retrocedió, tomó impulso y avanzó. Una, dos, tres, cuatro, diez veces, golpeando, rasgando, mientras la música rasgaba a su vez el aire, hiriéndolo con sonidos chillones.

Una vez consumado el acto, el portador del cuchillo recogió los restos de la cortina, envolviéndola de cualquier manera para deshacerse de ella. Inmediatamente, sintió un inmenso alivio: desde la primera vez que la vio, había odiado de veras esa cortina.

martes, 3 de marzo de 2009

Fracaso

La noticia rondaba por las mesas de los periodistas, se metía en sus cabezas, iniciaba movimientos en las lenguas y en los músculos de los antebrazos ya casi apoyados sobre el teclado. En la pantalla del televisor, las letras se movían nerviosas formando frases hipotéticas sobre fondos de distinto color según el canal, pero todas con el mismo tono de expectativa. Sería, habría trascendido, en minutos más, podría decirse. Todo en condicional, todo entre paréntesis. Había allí un hecho desconocido pero palpitado, probable pero no declarado, casi seguro, nada seguro aún. Mucha información en potencia pero ninguna que mostrar todavía. Los micrófonos se juntaban, se volvían a separar, se tensaban, bailaban, se agitaban, cambiaban de rumbo, temblaban. Algo estaba por producirse, algo estaba por saberse. Los adjetivos calificaban eso que hasta el momento no era nada, pero que todos esperaban. Todavía no ha trascendido, decían. Qué. Parece imponerse. En instantes. Tenemos todos los detalles. Enseguida. Les anticipamos. Les reiteramos. En minutos más. Vamos. Ya. Ahora.

De pronto alguien sugirió que podría ser un falso rumor, y todo cambió. La noticia se fue desinflando de a poco, los indicios perdieron fuerza, las fuentes se retrajeron, se desdijeron, se desmintieron. El rumor se aquietó, quedó en la nada. Los brazos se aflojaron, las lenguas se aquietaron. Los preparativos quedaron atrás, se volvieron inútiles. La ansiedad dejó paso a la frustración. Tanta energía puesta en juego, y al final, nada.

lunes, 2 de marzo de 2009

Sobrecarga

Marzo se va hinchando desde temprano. Empiezan a cargarlo apenas termina el año, con la primera bengala y los últimos abrazos mojados de sidra o champagne. Ya en enero, marzo parece todavía un puerto lejano en el que se puede proyectar todo lo que no cabe, todas esas tareas que no es momento de emprender cuando la mitad de la gente se ha ido de vacaciones y todo queda en suspenso. Febrero, a punto de llegar a la curva, es una descarga constante, de la que marzo es nada más ni nada menos que una cuenta regresiva. Debe ser por eso que, cuando por fin empieza marzo, todos nos sentimos un poco pesados y lentos, y, por más que bostezamos y nos desperezamos para sacudirnos las últimas hilachas del verano, no podemos evitar esa sensación de torpeza, como si no hubiera espacio suficiente, o como si hubiéramos tropezado en el borde del muelle y estuviéramos cayendo muy despacio a este río tibio y amarronado que nos lleva, que inevitablemente nos dejará en abril sin que hayamos podido hacer ni la mitad de las cosas que debíamos.

domingo, 1 de marzo de 2009

Grabando, un, dos, tres…

De algún modo, y aun antes de que se inventara cualquier método de grabación, la Tierra se las arregló para grabar todos los sonidos. Sin que nadie lo sospeche, guarda un registro completo escondido en alguna parte. O diseminado en toda su piel. Sonidos que tal vez algún día conseguiremos reproducir. Ahí, bajo esa piedra, las primeras palabras. La voz insegura multiplicada por el eco en la caverna, nombrando algo al fin: un animal, el hambre, agua, fuego, humo, miedo. En ese pozo de arena, los cantos rituales del entierro de un faraón. El gorgoteo del agua cayendo dentro de un cántaro. El rugido de un león enfrentado a su gladiador de turno. Entre las ruinas de una vieja ciudad, el bramido del volcán que sepultó a Pompeya. Bajo el puente que ya nadie usa, escalas musicales salidas del piano de Mozart a los cinco años, bajo la estricta vigilancia de su aún más estricto padre. Los extraños solos agudos de los eunucos. El ruido sibilante de la guillotina a punto de caer sobre el cuello de María Antonieta. En algún sitio de esa pradera, los lamentos de los esclavos en las bodegas de los barcos que los alejaban para siempre de África, sus viejas canciones entre las espigas de maíz. Debajo de esa alcantarilla, el bufido caliente y espeso de la primera máquina a vapor, los pregones de las vendedoras de sardinas, el repique de las campanas llamando a misa. En lo alto de ese monumento de bronce, el taconeo de las botas militares de un desfile, las hurañas voces de mando de los oficiales, los discursos de todos los presidentes. En el fondo cubierto de monedas de esa fuente, todas las promesas de amor, todos los secretos, todas las risas, todos los arrepentimientos, todas las mentiras.

Hay quien dice que el procedimiento usado para guardar todos esos sonidos es algo así como un invisible envasado al vacío. Y en ese caso, nunca podremos reproducirlos. Nadie los conocerá, nadie los oirá jamás; porque, como es sabido, el sonido no se propaga en el vacío.

Hay otros, en cambio, que sostienen que hay una forma de escucharlos. Y que lo hemos venido haciendo desde tiempos inmemoriales. Primero, a través de las narraciones orales. Después, con la palabra escrita.