martes, 31 de agosto de 2010

¿Se va a acabar?

Desde hace un tiempo me torturo. No es una forma de decir: me someto a tortura física.

El médico me dijo que tenía que hacerlo todos los días. Al principio me negué, pero el vértigo no se va. El proceso es penoso, pero los síntomas de esto que me diagnosticaron como “sindrome posicional paroxístico benigno” también lo son. Así que, luego de la segunda visita al especialista, me convencí de que no había otro camino.

Lo que tengo podría describirse casi poéticamente como una rebelión en el laberinto. En la parte más profunda del oído hay una especie de piedritas que se desprenden, o se mueven, o lo que sea, y ahí se produce la hecatombe. Empieza con la pérdida súbita del equilibrio (me caí sin remedio, con moretón y todo) y sigue con inestabilidad, malestar, náuseas y lindezas por el estilo. Hasta que esas piedritas (otolitos, les dicen) no se fijen en el sitio adecuado, el mundo se bambolea cada vez que hago un movimiento inadecuado con la cabeza. Quiero aclarar que inadecuado puede ser, en este caso, mirar hacia un estante que está por encima de mi altura. O tratar de recoger algo del suelo sin flexionar las rodillas por completo. Para huir de estas limitaciones, decidí hacer algo; es por eso que me torturo casi a diario.

La tortura consiste en provocarme el mareo paroxístico (no sé si se llama así, pero lo define bastante bien) de una forma controlada. Tengo que sentarme en el medio de la cama, mirar hacia la derecha (la cosa es en el oído derecho), dejarme caer de espaldas de modo que la cabeza quede colgando de costado, y mirar un punto fijo. Por unos segundos se produce un mareo violento y después todo se aquieta. Entonces, tengo que volver rápidamente a la posición inicial para que vuelva el mareo. Se supone que en algún momento, todas estas maniobras logran poner las cosas (los otolitos) en su lugar. Pero las cosas (los otolitos) no se dan por enteradas. Y a estas alturas, después de casi dos meses, ya me está dando miedo de que la tortura se transforme en costumbre.

viernes, 20 de agosto de 2010

Paroxismo

Había algo que estaba claro: tenía que quedarse quieta. Era la única manera de evitar que el resto del mundo se agitara sin control. Podía mover un poco los pies, y también los brazos y las manos; pero de ninguna manera la cabeza y el tronco. Era muy importante conservar ese plano en el que había conseguido, por un rato, hacer que las cosas se aquietaran. Podía palpar, siempre sin mirar, una superficie irregular que había quedado debajo de su mano izquierda en la alfombra sobre la que permanecía acostada. Lo primero que notó fue la frialdad de esa cosa. Parecía un tejido metálico hecho de partes que funcionaban con autonomía, que rodaban al impulso de los dedos.

Tenía tiempo para pensar, ya que no podía moverse; así que se propuso formular todas las hipótesis que fueran necesarias para descubrir qué era lo que estaba tocando. Sin que supiera por qué, el contacto con esa textura fría la tranquilizaba. El primer pensamiento la llevó a un líquido; después lo descartó: ningún líquido se comportaría de ese modo. Tal vez, lo que se estaba volviendo líquido era el interior de su cabeza. No estaría mal, era mucho mejor dejar que los pensamientos flotaran en lugar de saltar enloquecidos dentro de las costillas, ya por completo fuera de su territorio, si es que alguna vez habían tenido uno propio.

Como siempre, el conocimiento le fue dado en forma abrupta, encerrado en una burbuja que explotó luego de emerger de entre los billones de mensajes que guardaba su cabeza vaya a saberse para qué.

Hacía frío y no podía acceder al control remoto del aire acondicionado, y además estaba desabrigada. Pero de algún modo había conseguido, a pesar de todo, alcanzar el teléfono inalámbrico para pedir ayuda, y ahora lo sujetaba con la mano derecha sobre el pecho, como un crucifijo o un amuleto. Por lo menos no tendría que gritar.

Diez minutos atrás, al inclinarse ella sobre la mesa baja de la sala de estar, la casa se había movido: había hecho un giro de noventa grados hacia el norte. Sin embargo, cuando trató de incorporarse, la casa volvió a girar, esta vez en sentido contrario; por eso ahora se encontraba, como corresponde, en el suelo. Sufría palpitaciones y le dolía el costado sobre el que había caído, a la altura de la cadera; pero al menos tenía el teléfono. Al menos sabía que lo que descansaba bajo los dedos de su mano izquierda, eso que la acompañaría de manera incondicional durante todo el tiempo que tardara en llegar la ayuda, eran las alfileres salidas de la caja que ella había arrastrado, sin darse cuenta, al caer.

viernes, 6 de agosto de 2010

Inflación de la palabra

Un virus desconocido estaba atacando las cuerdas vocales de una gran parte de la humanidad. Era un virus selectivo: sin que nadie supiera por qué, sólo afectaba a las personas que hablaban aun sin tener nada para decir. En consecuencia, eran muy pocos los que estaba a salvo.

Las emisoras de radio fueron languideciendo hasta casi enmudecer, y una tristeza incontenible ganó los corazones de millones de oyentes que solían encontrar alivio en esas voces amigas, aunque sólo fuera por conocidas.

Quedaban las grabaciones y la música, pero ya casi nadie decía cosas de verdad. Algunos de los pocos que no habían sufrido el embate del virus, los menos tímidos, empezaron a usar los micrófonos de radios y canales de televisión. Eran los que sí tenían algo para decir.

Muchos de ellos no tenían ninguna experiencia en ese oficio, y carecían de los trucos que les permiten a los experimentados mantener la comunicación a la vez que dan la impresión de estar diciendo algo verdadero. Entonces se arreglaban como podían, tratando de evitar las repeticiones.

Poco a poco, los que estaban del otro lado fueron dándose cuenta de que nadie tiene tantas cosas para decir, y aceptaban con gusto ese nuevo ritmo. Los nuevos hablantes se adaptaron también a la nueva situación, y sólo hablaban cuando sabían que podían decir ALGO.

La inexperiencia y el pudor hacían que, en cada emisión, se produjeran con frecuencia largos silencios; pero, para consuelo de muchos, eran unos silencios cargados de sabiduría.