martes, 28 de abril de 2009

Belleza pura

Era una tristeza tan hermosa que todos se daban vuelta para mirarla. Y juraban que era la tristeza más hermosa del mundo. Los que no podían verla juraban, en cambio, que la oían: sonaba como una guitarra portuguesa.

lunes, 20 de abril de 2009

Ha muerto un hombre libre

Ayer, a los setenta y ocho años, murió J. G. Ballard, uno de mis escritores más valorados. Nació en Shanghai y vivió una parte de su infancia y su adolescencia en un campo de concentración japonés en el que, según cuenta en su autobiografía, se sintió libre. Muchos de sus libros se encuadran dentro de la ciencia ficción, aunque hablaba, con metáforas pero sin pelos en la lengua, del mundo tal como es hoy: el encierro, la muerte, la violencia en lo cotidiano, la destrucción del medio, la avidez por el consumo, la locura colectiva. Su estilo era cruel, a veces de manera insoportable; tanto, que a veces duele leerlo.

Ballard, para mí, como para tantos otros, está ligado inseparablemente a su principal traductor, mi amigo Marcial Souto, que disfrutó de la amistad de Ballard desde muy joven. Los que leímos a Ballard en castellano, casi sin excepciones, leímos la prosa de Marcial, los textos que Marcial fue encontrando laboriosamente, levantando piedra tras piedra según diría él, buscando la mejor manera de decir eso que estaba ahí, y que era tan difícil no traicionar. Estoy segura de que las traducciones de Marcial nunca traicionaron la obra de Ballard, sino todo lo contrario: fueron su mayor muestra de lealtad hacia un escritor al que admiraba, al que ahora muchos otros –oh milagro de la muerte– van a empezar a admirar con bombos y platillos.

Gracias, Ballard. Gracias, Marcial.

domingo, 19 de abril de 2009

Dilatación del odio

Digamos que cuando el odio va entrando en calor, y a medida que la temperatura disuelve los últimos restos de prudencia, se vuelve de un color parecido al fuego, y sin querer empieza a ocupar espacios que antes eran azules, o verdes, e incluso blancos también, por qué no. Esto es porque el aumento del calor hace que el odio se dilate, o sea, aumente de volumen, y ya no lo vemos solamente en alguna frase que se deja caer así, como al pasar, o en alguna opinión un poco subida de tono aunque inocente en el fondo, sino que ahora se muestra en toda su extensión: decide organizarse, pinta carteles con consignas que en otro momento le habrían parecido excesivas pero que ahora que está agrandado lo llenan de orgullo, como por ejemplo pedir que se controle la natalidad de la gente pobre para que no tengan hijos que puedan transformarse en delincuentes, y recibe la confirmación cuando, ya enterado de que hay otros odios como él, crecidos, maduros, a punto, sale a la calle junto con ellos y recibe aplausos por su ingenio, y la temperatura sigue aumentando hasta que encuentran un cuerpo que no es del mismo color ni de la misma temperatura que ellos, y allá van, dispuestos a darle su merecido, y si es necesario, darle una paliza que acabe con él en un hospital, qué tanto.

miércoles, 15 de abril de 2009

Ubicuidad de la angustia

El problema con la ubicuidad, en el caso de la angustia, es que cuando creemos que hemos establecido el sitio exacto en el que anida, el centro, el punto de arraigo por así decirlo, aparece donde menos la esperábamos: en un pie, bajo la forma de calambres insoportables; en un ojo, el que frotamos inútilmente tratando de sacar esa pestaña inexistente que lo ha dejado irritado hasta la exasperación; o en el cuero cabelludo, por ejemplo, que empieza entonces a descamarse como si el otoño fuera una invitación al despojamiento de todas las envolturas externas. Y ahí es donde se hace más patente la contradicción: el poder de ubicuidad de la angustia, a la vez que le permite estar en todas partes al mismo tiempo, delata su condición de territorio oculto que, sin embargo, se desvive por ser descubierto, sacando capa tras capa de piel inservible. Pero cuando ya estamos convencidos de que la tenemos agarrada por el cogote, cloqueando con voz afónica y pataleando en el aire sin poder escapar, listos para asestarle el golpe mortal, descubrimos que lo que estamos viendo es solamente el mapa.

Con el perdón de Julio

Querida Josiane (1):
Ahora lo sé; en algún momento va a suceder, la gente va a andar por ahí con su propio aparato hablando por la calle, cómo no se me ocurrió antes, dentro de unos años cada uno va a tener su número privado, su teléfono sin cables, algo minúsculo en el bolsillo, negro o plateado o azul, y todo el mundo va a poder, entonces, encontrarte estés donde estés.

Te preguntarás cómo lo sé. Yo también me lo pregunto, cómo es que un sueño puede ser tan certero, cómo esta visión del futuro se me presenta así, transparente, sin fisuras, como si en realidad fuera un recuerdo de algo que sucedió. Pero no tengo otra forma de contestarte: lo sé porque lo he soñado.

Y tengo la impresión de que no puedo contárselo a nadie que no seas tú, querida Josiane. Solamente tú puedes imaginarte estos mundos imposibles de mis sueños y hacerlos reales. ¿A quién más podría contárselo, si no? ¿A la tía Clelia, tan apegada a lo que hay, tan estricta, tan té de tilo? No, Josiane, tía Clelia (2) no podría imaginarse nunca un mundo como el que he soñado, porque adónde iríamos a parar, claro.

Te escribo con todo el entusiasmo de este descubrimiento, y a la vez con miedo. Es tan frágil el mundo en que vivimos, Josiane. Un aleteo de pestañas, y podría desaparecer todo: las galerías, los puentes, el cielo sobre tu cabeza, mi barrio, el otro cielo. Nuestros encuentros impredecibles. Porque cómo va a haber encuentros inesperados en un mundo en el que todos están conectados por un hilo nervioso e invisible, que no deja lugar para otra cosa. Me dirás, Josiane, por el contrario, que no hay nada más inesperado que un llamado en ese momento improbable, cuando salgo del cine hipando por el llanto, desencajado, tratando de reponerme del drama que nunca ocurrió pero que parecía tan real aunque fuera en blanco y negro. Y es cierto; hasta podría pensarse que sería una manera casi mágica de saber, siempre, dónde y cómo encontrarte. Pero para mí, la magia es no saber. Porque bajo mi cielo, las reglas son otras. Atravieso un umbral y ahí estás. O, por el contrario, pasan días y meses sin que pueda encontrarte, lo que hace más intenso el momento de verte.

Tengo miedo de que haya un día en que sea imposible perderse en las calles de París como si uno estuviera por completo desaparecido, o más aún, como si nunca hubiera existido. Todo es tan rápido, Josiane. Y nos aferramos tanto al final del recorrido de la flecha, como si nada hubiera entre el arquero y el blanco, ningún recorrido, ningún pensamiento. A mí, Josiane, me atrae el viaje de la flecha, no la llegada. No ese momento en que se clava en el lugar exacto, sino su viaje interminable, cuando el final puede ser cualquier cosa, cuando todos los finales son posibles. Hay tantas cosas que se pueden poner en el medio, Josiane, tantas vidas. Uno podría perderse en tantos cielos, descubrir tantos barrios furtivos. Jugar con el gato, transformarlo en tigre y verlo asomarse por la puerta del comedor, un miedo con garras peludas paseando lo más tranquilo por la casa mientras todos duermen la siesta del verano. Soñar con esa isla que asoma al mediodía por la ventanilla del avión. Elegir a la más linda desde un tren en movimiento, mientras ellas juegan a las estatuas. Dormirse boca arriba en una cama de hospital y despertar, también boca arriba, al infierno de la selva en medio de un ritual de sacrificio (uno sería el sacrificado, claro). Ves, Josiane, aquí sería bueno que sonara un teléfono en el bolsillo de mi pantalón y me devolviera al mundo del hospital, para mantenerme por siempre en un sueño de alcohol y algodones, sin preocuparme en absoluto porque las hormigas se hayan comido el jardín.

Pero todo es muy rápido, y llegará el día en que nadie pueda inventar caminos alternativos para ir de un sitio a otro, como por ejemplo instalar un tablón entre dos ventanas de un piso alto y pasar de ventana a ventana todas las tardes para tomar mate sin que te importe nada, nunca. Todo estará ya inventado entonces, y sería muy ridículo que el teléfono sonara justo en ese momento en que estás en cuatro patas en la mitad del tablón, decidiendo que no vas a caerte por más que el suelo de baldosas, allá abajo, te parezca la compañía más lógica dadas las circunstancias.

No habrá tiempo, tampoco, para ir a los velorios y transformar las horas quietas en una actividad febril de cafés, copitas de anís y palabras reconfortantes para esa viuda a la que no conocemos pero que se deja conducir con una expresión blanda en la cara y los hombros, como si supiera que no hay nada que hacer porque ya hemos tomado el mando y no lo declinaremos sino que seguiremos haciendo lo nuestro hasta el momento final, como lo hacemos siempre cada vez que hay un velorio.

Qué será de nuestras viejas obsesiones, Josiane, cuando nos preocupe más que nada saber si ha sonado el teléfono mientras estábamos atravesando un túnel, o si alguien se habrá enojado porque no contestábamos y no ha querido dejarnos ningún mensaje, ni siquiera para decirnos quién era. Cómo imaginarse un teléfono sonando en esas cabinas con los vidrios empañados por el invierno de París, que muy pronto nadie querrá usar. O por el contrario, cuántas cosas podremos inventar para hacer en esas cabinas, cuando el teléfono no sea más que un objeto encaramado a la pared como un pájaro cansado, mientras millones de luciérnagas tintinean en los bolsillos de los transeúntes.

Entonces, Josiane, tal vez no sea necesario vivir apresuradamente y sacar un conejo de la galera a cada segundo, tal vez podamos seguir haciendo magia y perdernos en los laberintos de arroz con leche y canela, porque no nos importará saber dónde estamos, porque siempre podremos retorcer cada objeto y exprimirlo para sacarle el jugo que más nos convenga, o inventarle un cuento, aunque suene y suene como un mirlo asustado al que no podemos encontrar porque no sé, me lo saqué del cinturón y no tengo idea de dónde lo habré dejado.

1) Personaje de El otro cielo de Julio Cortázar
2) Personaje de La salud de los enfermos de Julio Cortázar

lunes, 13 de abril de 2009

Al final, la lucha de clases sí existía.

Parece que no, que no somos todos hermanos. O por lo menos, parece que algunos son menos hermanos que otros. Qué digo hermanos: personas.

“Tenemos que cuidar a la gente”, dijo el intendente Posse. Y ordenó construir el muro de San Isidro. Eso: construir, una palabra hermosa. Pero el muro.

La gente, dijo. Digamos las cosas como son: la gente, en este discurso, son los que están de este lado del muro. Del otro lado, no sabemos qué hay. Por lo visto, gente, no. Lo que hay, supuestamente, es una clase distinta, compuesta por individuos de los que es necesario separarse. Si es posible, ni verlos. Salvo cuando vienen a limpiar nuestros baños, o a levantar nuestras paredes.

Separarse de la otra clase, en este caso, es atacarla. Ponerle barreras, hacerle la vida miserable. Impedirle el libre tránsito. Decirles en la cara que son de cuarta. Humillarlos, acusarlos, ponerlos a todos en la misma bolsa: la de la delincuencia. Ese fenómeno que, según los más estudiosos expertos en seguridad, es consecuencia directa de la desigualdad.

Los de este lado del muro están en lucha. Es una lucha encarnizada, porque además tienen los recursos. Y los motivos: tienen mucho que perder. Los del otro lado, no. Pero tampoco tienen una paciencia ilimitada. Y los que tiraron la primera piedra, está claro, son los de este lado. Por ahora, los del otro lado se limitaron a derribar el muro. Eso fue todo, por ahora. No se sabe hasta cuándo: los de este lado no han dado muestras de querer abandonar la lucha.

jueves, 2 de abril de 2009

Padre nuestro

En los últimos años, muchos de nosotros hemos encontrado razones para pensar que, a fuerza de crisis y sobresaltos, los argentinos tuvimos la oportunidad de adquirir algunas habilidades. Yo podría resumirlas diciendo que aprendimos a hacer limonada cuando nos tiran con limones. La carencia, el dolor, las dificultades, pueden hacer surgir recursos de debajo de las piedras, y, pasada la ilusión del “deme dos”, aquí todo se recicla, todo se transforma, para bien o para mal. Todo sirve. ¿Qué haremos con la muerte de Alfonsín, pasado el duelo y los homenajes? Esto que está sucediendo hoy, ahora, es demasiado importante como para dejarlo pasar. Alfonsín era un grande, y hasta los que nos enojamos con él en su momento, hoy transitamos por diversos grados de congoja y de admiración por su estatura. Nos quedamos con lo esencial: su tremenda honestidad, su fuerza, su coraje para volver inevitable el parto de esa débil democracia de entonces, una democracia que hoy vemos como si nos hubiera pertenecido siempre, nosotros, tan olvidadizos. Y en estos dos días que vienen sucediendo a su muerte, por primera vez en mucho tiempo, asistimos a un paréntesis del odio. Hoy, ahora, no nos tiramos con cuchillos. Hoy, ahora, la polarización brutal que impregna todos los discursos desde hace más de un año, parece haber dejado paso a la reflexión, al reconocimiento de lo que verdaderamente vale. ¿Será posible que un pequeño remanente de ese estado perdure? ¿Habrá alguna chance de que este hombre que hizo cosas que nadie creía posibles, como el juicio a los militares, que tuvo en contra medios como Clarín, que fue cercado por el poder económico, tenga algún poder sobre nosotros, estemos del lado que sea, ahora, después de muerto? ¿Podrán acallarse las mentiras, oírse otras campanas? ¿Despertaremos de este sueño inducido por los periodistas que hacen preguntas por encargo, de esta realidad parcial dibujada en “los matutinos de mayor presencia”? Tal vez sean preguntas ingenuas, pero nadie me quita esta sensación de cierto alivio que da el descubrir que, en el fondo, hoy somos todos hijos de Alfonsín. O sea, hermanos.