lunes, 19 de abril de 2010

En la galería

Esto es lo que sabemos: está la galería, y está el otro lado de cada puerta.

Todas las puertas que dan a la galería están cerradas la mayor parte del tiempo, y sólo se abren cuando llega el momento de que uno de nosotros pase al otro lado.

Cuando estamos del otro lado no recordamos la galería. Tampoco somos capaces de imaginarla, porque no se trata de estar en otro sitio, sino de estar antes o después. Las vidas que tenemos de ese lado de la puerta no tienen nada que ver con las que transcurren en la galería. O eso es lo que creemos. No hay manera de saberlo, porque estando allí ignoramos por completo que hay otras vidas. Tampoco nos enteramos de lo que sucederá cuando se cumpla el plazo de nuestra estadía ahí, porque no sabemos que hay un plazo. Simplemente, aparecemos de nuevo en la galería.

En la galería somos hoy. Fuera de la galería está la libertad, el espacio infinito. Pero nos quedamos cerca de las puertas, esperando que se abran y nos sea dada esa vida que está preparada para cada uno de nosotros, y que regirá nuestros movimientos todo el tiempo que pasemos del otro lado.

Mientras, miramos hacia el espacio libre e inhabitado, soñando con que alguna vez nos atreveremos a avanzar sobre él, imaginando cómo sería la existencia sin todas esas puertas decidiendo por sí mismas, dibujándonos destinos posibles que, al fin y al cabo, nunca son del todo nuestros.

viernes, 16 de abril de 2010

No pueden derogar la cordura

Digo yo: ¿los senadores de la oposición nos quieren tomar por las tontas del bote?

En una votación contra viento y marea, el Senado modificó una ley sin tener la mayoría que exige la Constitución Argentina para estos casos.

¿Cómo lo hizo? Con una maniobra impresentable.

Mediante el poco elegante recurso de hacer una voltereta en el aire, en el medio de la sesión (cuando ya se habían dado cuenta de que no reunían los votos necesarios), propusieron votar, en lugar de la modificación de la ley, la derogación de uno de sus artículos. El argumento era que para derogar no se necesita mayoría absoluta.

De nuevo, digo yo: derogar un artículo de una ley, ¿no es modificar esa ley?

Ya basta, ya no pueden seguir esgrimiendo la estrategia de que están ahí para garantizar el funcionamiento republicano de las instituciones. Ni siquiera están capacitados para respetar la Constitución, que es (supongo) para lo que fueron votados.

jueves, 15 de abril de 2010

La Banelco no va

Este otoño ha resultado ser insobornable. Bastaron unos pocos elogios para que, de inmediato, se decidiera a ponerse de acuerdo con la naturaleza de nuestros prejuicios. Hace tres días que cae sin parar una lluvia gris y destemplada que ha demostrado ser muy eficaz para ablandar las capas de hojas acumuladas en el suelo, que, por otra parte, él mismo arrojó allí; pero no logrará deshacer mi firme creencia en sus virtudes. Dentro de poco, el tiempo mejora. Ya van a ver.

lunes, 12 de abril de 2010

Ideología de las estaciones

Todos los años pasa lo mismo. Llega el otoño, indiscutiblemente la mejor estación en Buenos Aires y aledaños, y volvemos a escuchar las mismas voces sorprendidas, diciendo cosas como “qué bien que vino este otoño”.

Convenzámonos de una vez por todas: el otoño es lo que es, no lo que nos enseñaron a creer.

De acuerdo, las hojas amarillean y se caen, y lo que viene a continuación es el invierno. Pero mientras tanto, la temperatura es ideal, el sol no achicharra, la presión atmosférica sube (y por lo tanto el oxígeno) y la humedad baja. Es infalible. Personalmente, nunca me siento tan bien como en el otoño.

Estoy segura de que a muchos les pasa lo mismo, aunque lo atribuyen a otras causas. Y siguen pensando que el otoño es una estación triste, lúgubre, húmeda y oscura, con una humedad y una oscuridad de brujas.

¿Por qué? ¿Cómo puede ser que los prejuicios tengan más fuerza que la evidencia?

Dejemos de mirar el otoño con esta ideología pesimista, e inauguremos una nueva era donde esta estación se merezca, de una vez por todas, nuestra mayor admiración y gratitud.

viernes, 9 de abril de 2010

Humanidad de los objetos

Algunos edificios son inteligentes. Los otros, ¿son estúpidos?

Las computadoras tienen cada vez más memoria. Las de antes, ¿se olvidaban de todo?

La tendencia antropomórfica al hablar de los objetos es perfectamente explicable: somos la referencia que tenemos más a mano.

Hay casas amables. Calles tristes. Puertas rebeldes.

Propongo que extendamos esta costumbre hasta alcanzar el mayor número posible de objetos inanimados.

Dos ejemplos:

El desperfecto en un sistema de descarga de agua (se trababa y no paraba) me hizo pensar que el inodoro era muy temperamental.

Cuando la cardióloga me pidió que suspendiera la sal hasta hacerme los estudios correspondientes, proclamé que los tomates deshidratados eran mis mejores amigos. Cuando dejé de comerlos y el envoltorio en el que estaban se llenó de bichos, descubrí con pena que los había abandonado. Y peor aún: que los estaba traicionando.

Los objetos se rebelan, se esconden, nos atacan o nos cuidan, están ahí, agazapados vaya a saberse con qué intención, en la oscuridad o a la más plena luz del día. No tiene sentido luchar contra eso. Es mucho más astuto, de nuestra parte, reconocer que tienen vida propia, algo así como una extensión de lo humano en otros soportes.

lunes, 5 de abril de 2010

Fuego y limón

Cuando los de mi generación teníamos diez años no existían ni Internet ni los videojuegos, y nos atravesaba una búsqueda constante de distracciones para el tiempo de ocio. Algunos juegos los inventábamos, otros aparecían como propuestas más o menos novedosas. Como la escritura invisible, por ejemplo. Se trataba de escribir usando jugo de limón en lugar de tinta, y luego acercar el papel a una llama, a la distancia óptima para que, sin que se produjera un incendio, el limón se tostara y la escritura apareciera como por arte de magia.

En los últimos diez años, después de una explosión que llevó el prestigio de la política a sus niveles más bajos, se ha producido un fenómeno que me trajo a la memoria este juego de la escritura en código. Quiérase o no, en la sociedad argentina empezó a instalarse, al principio tímidamente, ahora cada vez con más fuerza, la idea de que la política no es, después de todo, tan mala palabra como parecía. Más allá de los resultados transitorios o definitivos de cada contienda, deberíamos valorar la discusión de temas y de ideas que, en épocas que podrían llamarse “anestésicas”, formaban parte del paisaje sin que nadie pudiera darse cuenta de cuál era su verdadero valor. Eran como palabras escritas con limón.

La palabra ajuste, por ejemplo. En muchos sectores de la oposición hacen malabarismos idiomáticos para evitarla, y hasta se ofenden como damiselas cuando se los acusa de querer volver a la estrategia del ajuste. Su pasado los condena: la política neoliberal del gobierno de Menem, y la del breve paso de De la Rúa por la Rosada, no hubiera sido posible sin ajustar. Léase bajar los sueldos y las jubilaciones, empeorar las condiciones laborales, achicar el gasto público, hacer todo lo posible para que sólo puedan consumir a su gusto unos pocos privilegiados. Resulta que ahora se habla de esto.

Y eso me lleva a la segunda parte del proceso: el fuego. Por fortuna, ésta es una época en la que se habla de política, se consume política, se la discute, se la estudia. La televisión transmite hasta las interpelaciones en la Cámara de Senadores. Y las ideas han empezado a emerger, no para que formen parte del paisaje, no para que las repitamos como frases hechas, sino para hacernos pensar. Hay un fuego que señala como un índice revelador la existencia de ideas, y ahora ya no es posible creer que haya una sola forma de entender la realidad.

viernes, 2 de abril de 2010

Derecho propio

Desde los actos por la memoria del 24 de marzo pasado, vengo escuchando distintas voces, tanto entre el periodismo estrella de los medios monopólicos como en representantes de una parte de la izquierda argentina, que coinciden en la palabra apropiación.

Apropiación es un término utilizado desde hace más treinta años por los organismos de derechos humanos para referirse al robo de bebés durante el genocidio cometido por la última dictadura militar argentina. Los cientos de matrimonios que, a sabiendas de que se trataba de hijos de desaparecidos sustraídos a sus familias, se quedaron con esos bebés y los hicieron pasar como propios (o inventaron alguna adopción trucha) son llamados, con gran justicia, apropiadores. En la reparación de esa infamia reside, precisamente, la lucha ejemplar de Abuelas de Plaza de Mayo.

Pero resulta que no, que el término apropiación es usado, por los actores antes mencionados, para otra cosa: dicen que el gobierno “se apropió” de los derechos humanos. Algún periodista dijo, en esa ocasión, que por eso “esta vez no iba a la marcha”. Habrá pensado que todos iban a extrañarlo.

En la lucha por el esclarecimiento de los crímenes de lesa humanidad, que, justo es reconocerlo, comenzó durante el gobierno de Alfonsín, no ha habido ningún gobierno que se ocupara del juicio y castigo a los culpables como el actual (me refiero a las dos gestiones, la de Néstor Kirchner y la de Cristina Fernández). Es uno de los logros más atesorables, ejercidos desde una posición que le ha valido intensas reacciones de la derecha más rabiosa. Recordemos, si no, las declaraciones de los militares sometidos a juicio, como la de Menéndez, que confesó que habían estado aguantando hasta que ya no aguantaron más, y ¡ups! tuvieron que secuestrar gente, tirarla desde los aviones y quedarse con sus hijos. Apropiárselos.

Interpelados, algunos políticos reconocen que sí, que tal vez la palabra sea demasiado fuerte y proponen otra: lucrar. Pero no fundamentan nada.

Yo les pediría que sigan buscando expresiones, distintas maneras de hablar de lo mismo, y tal vez lleguen a la conclusión de que, por todo lo recorrido en estos años, esta administración se ha ganado el derecho de capitalizar la lucha y, sí, apoderarse legítimamente de la bandera de los derechos humanos. Y quizá reconozcan que sería mejor dejar de lado las mezquindades, y, al menos en este tema, ponerse del mismo lado. Si no, nos van a hacer pensar que hablan así por impotencia y envidia.