Cuando los de mi generación teníamos diez años no existían ni Internet ni los videojuegos, y nos atravesaba una búsqueda constante de distracciones para el tiempo de ocio. Algunos juegos los inventábamos, otros aparecían como propuestas más o menos novedosas. Como la escritura invisible, por ejemplo. Se trataba de escribir usando jugo de limón en lugar de tinta, y luego acercar el papel a una llama, a la distancia óptima para que, sin que se produjera un incendio, el limón se tostara y la escritura apareciera como por arte de magia.
En los últimos diez años, después de una explosión que llevó el prestigio de la política a sus niveles más bajos, se ha producido un fenómeno que me trajo a la memoria este juego de la escritura en código. Quiérase o no, en la sociedad argentina empezó a instalarse, al principio tímidamente, ahora cada vez con más fuerza, la idea de que la política no es, después de todo, tan mala palabra como parecía. Más allá de los resultados transitorios o definitivos de cada contienda, deberíamos valorar la discusión de temas y de ideas que, en épocas que podrían llamarse “anestésicas”, formaban parte del paisaje sin que nadie pudiera darse cuenta de cuál era su verdadero valor. Eran como palabras escritas con limón.
La palabra ajuste, por ejemplo. En muchos sectores de la oposición hacen malabarismos idiomáticos para evitarla, y hasta se ofenden como damiselas cuando se los acusa de querer volver a la estrategia del ajuste. Su pasado los condena: la política neoliberal del gobierno de Menem, y la del breve paso de De la Rúa por la Rosada, no hubiera sido posible sin ajustar. Léase bajar los sueldos y las jubilaciones, empeorar las condiciones laborales, achicar el gasto público, hacer todo lo posible para que sólo puedan consumir a su gusto unos pocos privilegiados. Resulta que ahora se habla de esto.
Y eso me lleva a la segunda parte del proceso: el fuego. Por fortuna, ésta es una época en la que se habla de política, se consume política, se la discute, se la estudia. La televisión transmite hasta las interpelaciones en la Cámara de Senadores. Y las ideas han empezado a emerger, no para que formen parte del paisaje, no para que las repitamos como frases hechas, sino para hacernos pensar. Hay un fuego que señala como un índice revelador la existencia de ideas, y ahora ya no es posible creer que haya una sola forma de entender la realidad.
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