miércoles, 26 de mayo de 2010

La mayoría silenciosa

Tanto machacar con el descontento. Tanto insuflar miedo. Tanto martillar con el desánimo. Y al final, parece que no; parece que el país tenía ganas de festejar.

Hay una contradicción entre esa masa de millones de personas que salieron a celebrar el Bicentenario y el supuesto malestar que les haría manifestar en todo momento y lugar su enojo permanente.

Cuando se produce la alquimia necesaria, cuando aparece la bisagra capaz de impulsar a la gente, las mayorías dejan de ser silenciosas, y salen a la calle. Ahí se ve qué es lo que sienten: no es, seguramente, ese enfurruñamiento masivo que expresan los que sí hablan, los que repiten como un mantra, en la cola del banco, lo que oyeron en el noticiero más visto de la televisión.

La mayoría dejó de ser silenciosa, al menos por tres días, y todos mostraron su alegría y su orgullo de ser argentinos. Por tres días, éste no fue un país de mierda, un país “que no es serio”, que “está aislado del mundo”, y donde todo “es un desastre” o “un escándalo”, donde no se puede “salir a la calle sin que te maten”.

El pueblo se animó a cantar y a bailar, mostró alegría, distensión, asombro, entusiasmo. Fue feliz. ¿Por qué será?

Por tres días nadie se quejó del caos de tránsito, nada colapsó, nadie provocó, no hubo crispación ni violencia.

Resulta que el pueblo tenía ganas de festejar.

¿No tendrían que replantearse el mensaje los medios masivos de comunicación?

martes, 18 de mayo de 2010

Usar la fuerza del adversario

Encontré la respuesta perfecta para el exabrupto de Ernesto Sanz acerca de la Asignación Universal por Hijo (AUH). Sanz criticó la medida asegurando que iba a parar al juego y a la droga. Gustavo Romans le contesta de este modo en su blog.
Abajo, el link (por las dudas)
http://importatuopinion.blogspot.com/2010/05/ernesto-sanz-tiene-razon.html

lunes, 17 de mayo de 2010

Mi pie izquierdo

Si la miro de lejos parece una bota de astronauta. Está sobre la mesa, esperando el momento de pisar la luna. No sabe que el suelo que espera ser hollado por ella es por completo terrenal. Yo no sé cómo será caminar con eso puesto en mi pie recién cosido y vendado, cuando salga del sanatorio. Tal vez camine como un astronauta, despacio y raro. Lo que sí espero es que, cuando haya pasado un tiempo, y si todo sale bien, me sea posible caminar como una persona normal, sin esa molestia que tengo desde hace años, que se llama Hallux Valgux y que las malas lenguas, de puro malintencionadas, sostienen que es un juanete.

jueves, 6 de mayo de 2010

Sí, los libros muerden.

La primera vez que un libro me mordió, ni siquiera sabía leer. Era un libro de cuentos como los de antes, con tapas duras, de la editorial Sigmar. Había ilustraciones con cortinados de terciopelo, vasijas de barro, gatos con botas, caballos enjoyados, princesas con cara de niñas y campesinos enamorados que aspiraban al puesto de príncipe consorte, pero sólo por amor.

Me dejé morder con ganas cuando, una tarde, mi tía Porota empezó a leernos uno de esos cuentos a mis primos, a mi hermano y a mí. Quería que ese momento no tuviera fin. No sé si mi hermano y mis primos se acuerdan; para mí es un recuerdo bisagra. Poco después me dediqué con toda el alma a aprender a descifrar esos ganchitos que dibujaban otros mundos en negro sobre blanco, una forma de volver interminable el momento fundacional de aquella tarde. La mordedura venía con veneno, y no había antídoto.

Mi primer regalo de Navidad me lo hizo mi padre. Fue un libro. Lo leí tantas veces que todavía puedo describir las ilustraciones con epígrafes, de los que sobresalen, vaya a saberse por qué, dos palabras que aprendí gracias a esas mordeduras cotidianas: había una campesina zafia (que, por supuesto, era una princesa disfrazada para protegerse de la maldición del rey) y una viejecita con aspecto de bruja que barbotaba.

No sé en qué momento me hice adicta a las revistas infantiles y a las de historietas. Pasábamos el verano en la isla con mamá y los abuelos, y los fines de semana esperábamos con necesidad abstinente la llegada de papá, que nos traía sin falta nuestra dosis: las revistas de la semana.

Casi como por milagro, en mi casa había una pequeña biblioteca llena de libros forrados de verde. Habían sido, creo, de uno de mis tíos; y eran de Emilio Salgari. La mordedura de esos libros tenía gusto a sal marina, a selva, a madera con brea, a bodega.

Salgari ya me había inoculado el virus de la aventura, y para colmo fui atacada también, masivamente, por los libros de la colección Robin Hood.

Cuando todavía podía disfrutar de la mordedura del terror, descubrí a Lovecraft. Por un tiempo no pude mirar las nubes sin temer la presencia de alguna malignidad innombrable. Y no tenía nada que ver con la religión.

Después vinieron –no necesariamente en ese orden– Cortázar, Bradbury, Borges, Ballard, Faulkner, Kafka, Poe, Saer, McCullers, Calvino, Homero, Cheever, Highsmith, Pavese, Girondo, McEwan y muchos, muchos más.

En algún momento recibí el ataque de una jauría furiosa: los libros de la colección Minotauro. En esa época se hablaba despectivamente de la literatura de evasión, como si leer a Sturgeon o a Dick nos transformara en idiotas pataleando en el aire. Por el contrario, sigo sosteniendo que, mientras estamos leyendo esos libros, nos fugamos a un mundo más verdadero, y eso nos permite volver al mundo “real” para entenderlo mejor.

Algunos libros me clavan los colmillos sin piedad con la primera línea, otros me mordisquean inofensivamente, otros se me quedan prendidos como esos perros decididos a no soltar su presa, o se hunden en mi carne como una caricia de encías húmedas y blandas. Pero casi todos me dejan marcas. Y creo que de esas marcas estoy hecha.

lunes, 3 de mayo de 2010

Se busca

–Permiso, buenas tardes.
–Adelante, díganos.
–Sí, no, esteee… Por el cartelito en la vidriera.
–¿Cuál de ellos?
–El que dice Se busca.
Ah, sí. Cuéntenos qué desea que le busquemos.
–No, pero ¿cómo? ¿No son ustedes los que buscan? El cartel dice Se busca.
–Claro, por eso. Buscamos lo que usted nos pida. Sin garantías de hallazgo, por supuesto.
–Estoy un poco confundido. Cuando se pone un cartel así, ¿no es para pedir un empleado? Por lo general son más específicos, dicen Se busca repartidor, o Se busca vendedora, o contador, o lo que sea. Ustedes pusieron solamente Se busca. En fin, pensé que habían querido ahorrar palabras.
Ah, no, en eso no somos nada ahorrativos. Cuando queremos decir algo, lo decimos con todas las letras. Es decir, con las letras que hagan falta. La equis, por ejemplo, la usamos muy poco. Lo mismo que la doble ve.
–Bueno, pero todavía no me dijeron qué buscaban.
–Es al revés: es usted el que no dijo qué quería que le buscáramos. Nos gusta buscar. No siempre encontramos, pero en el camino aparecen algunos hallazgos inesperados, muy interesantes. Si quiere, se puede asociar a esta empresa. No se va a arrepentir, se lo aseguro.
–¡Ah! ¿Vio cómo sí buscaban a alguien? Ahora me está diciendo que buscan un socio.
–No lo buscábamos, pero a lo mejor acabamos de encontrarlo. Como le decía, esta actividad está llena de sorpresas.