jueves, 11 de febrero de 2010

Por siempre Marilyn (2007)

Norma Jean está destinada a ser Marilyn. Todo conspira: una sensualidad que duele, los pozos invisibles del alma que lleva tatuados en la cara, la ausencia, el desamparo, el miedo a la locura.
Norma Jean es Marilyn. Pero antes de que llegue a comprenderlo, alguien se apiada de ella. Esa mujer que aceptó cuidarla cuando tiene tan pocos años no ve que ella será Marilyn de todos modos, irremediablemente, y quiere darle otro destino.

Tan convencida está, que en su empeño arrastra al hombre de la casa. Él tiene que ser el padre que Norma Jean nunca tuvo. Darle, por su sola presencia, la seguridad que de otra forma no tendrá jamás. Suturar la herida del miedo que se ha instalado en su pequeño corazón de siete años con la intención de acompañarla toda la vida. Para eso, es necesario llevarse a Norma Jean lejos. A un lugar donde no la encuentre su madre, desquiciada sin remedio que aunque quiera no podrá cuidarla, porque una vez más habrá que internarla y mantenerla inmóvil a base de pastillas. Y la pobre Norma Jean otra vez rebotará de familia en familia, sin poder afianzar sus débiles raíces en ninguna ternura sólida.

Luego será necesario cambiarle el nombre una vez más, darle un apellido, disimularla entre los vecinos de ese barrio tranquilo donde nadie podría perder la cordura ni aunque se lo propusiera. Y si es necesario, volver a mudarse cuando todos empiecen a sospechar, a dudar de la legalidad de esa adopción.

Habrá que inventar canciones y juegos todo el tiempo, para que no se angustie, para que nunca se le ocurra tomar seconal y alcohol y llegar tarde a las filmaciones donde los compañeros la esperan horas y horas maquillados, enojados con ella, sin saber si vendrá o no por fin. Deberán cuidarla mucho, nunca dejarla sola, ni siquiera con un amigo de la familia, para que jamás se haga realidad ni el más mínimo intento de abuso.

Más tarde, cuando ya las curvas comienzan a insinuarse, habrá que apartarla de todos los lugares donde podrían descubrirla y hacer estallar los flashes frente a su linda carita. Se hará necesario vigilar los centímetros de sus tacones, cuidar que siempre estén parejos, que no provoquen ese contoneo tan particular en sus caderas. Habrá que rodearla. Acecharla. Protegerla. Mimarla. Torcer la historia para que nunca, ni en sueños, se case con ese famoso escritor mucho mayor que ella, que seguramente creerá que es mucho mejor que ella y se lo hará notar. Para que nunca, ni en sueños, crea estar enamorada de un presidente, y quiera cantarle el happy birthday en su gala de cumpleaños, dejando plantados a todos los que la esperan para seguir filmando. Para que nunca, ni en sueños, quiera hacer esos papeles de rubia tonta que sólo sabe ser secretaria o corista. Para que nunca, ni en sueños, sea Marilyn, esa increíble rubia platinada que desvela a la mitad del mundo y provoca la envidia de la otra mitad.

Será imprescindible expulsar las penas, transformarlas, darles otra cara. Alejar la oscuridad y la muerte. Ahuyentar los pájaros de mal agüero que se esconden en cada álbum de familia feliz, esa que nunca tendrá. Esconder los anuncios, prohibirle la fama.

Pero Norma Jean es Marilyn, y nada podrá impedir que llegue a serlo. El daño ya está hecho. Aunque sople las velitas en cada cumpleaños vestida de broderie, aunque todas las noches le cuenten un cuento para que se duerma entre ciervos y duendes del bosque. La magia ya empezó a funcionar, y además no hay otra como ella. Un día vendrá un fotógrafo y descubrirá sus facciones de Marilyn ocultas detrás de la cara lavada. Y entonces empezará todo. Norma Jean comenzará a ser quien es, para que todos sueñen con ella, hombres y mujeres, grandes y chicos, camioneros y senadores. Para que ríos de gente se vuelquen a los cines, para que montañas de revistas tapicen los quioscos callejeros con su hermosa cara y su cuerpo de diosa. Y todo habrá sido en vano, entonces. Porque nada será suficiente para ella, ninguna admiración, ningún deseo. Ella necesita que la quieran. A pesar de sus curvas, a pesar de sus facciones de muñeca. Ella se engaña con un destino de delantales bordados y pastel de manzanas, y es muy distinto lo que los otros ven en ella.

Un día, Marilyn dará vuelta el espejo, y no le gustará lo que ve. Toneladas de fama. Montañas de éxito. Torrentes de dinero. Kilómetros de admiración. Y nada de amor. En las notas sobre ella se hablará de su infancia difícil, de su depresión, de esa especie de inocencia madura que tiñe todos sus papeles, hasta el más anodino. Todos intentarán interpretarla, analizarla, comprenderla. Pero ella no necesita que la comprendan. Ella necesita que la quieran.

Hoy, ese hombre importante al que conocen en todo el mundo le dirá que no va más. Era previsible, él es el príncipe y ella la corista, las cosas tenían que ser así; pero en el fondo ella esperaba que no. En algún rincón de su cabeza se anidó la idea de que esta vez era posible, aunque fuera una locura. Y una vez más se quedará sola con su seconal y su alcohol, en la bonita casa que se compró en California. Se queda a soñar sus sueños de Norma Jean, todavía con esperanzas, hasta que una voz interior le dirá que no, que Norma Jean no existe, que no hay lugar en el mundo para ella.

Entonces se matará, o la matarán antes de que ella provoque un bochorno de estado, y todos los esfuerzos habrán sido inútiles o, por el contrario, habrán servido para hacer por fin, de Norma Jean, la inolvidable y única Marilyn.

viernes, 5 de febrero de 2010

Nadie me prometió un jardín de rosas

Escribir es una experiencia demoledora. A veces pienso que escribimos para entendernos mejor, pero casi siempre, para huir de nosotros mismos. Por supuesto que este último objetivo es imposible de cumplir, por muchas razones. Pero en esa distancia que tomamos con respecto al personaje, por ejemplo, ¿no hay una necesidad desesperada de gritar que no, que no somos eso, que si alguna vez lo fuimos ya no lo somos ni lo seremos más?

En las diferencias que les imponemos a los personajes para que no sean iguales a nosotros, hay una especie de despedida de todo lo que hemos venido siendo hasta el último minuto del momento en que nos sentamos a contar una historia. En ese caso, la palabra escrita serviría a la vez como renacimiento y como entierro del que escribe. Una forma, si se quiere, bastante penosa de volver a inventarse.

jueves, 4 de febrero de 2010

Miradas

“Cuando los progresos culturales son realmente un éxito y eliminan el mal, raramente despiertan entusiasmo. Más bien se dan por supuestos, y la atención se centra en los males que continúan existiendo. Así actúa la ley de la importancia creciente de las sobras: cuanta más negatividad desaparece de la realidad, más irrita la negatividad que queda, justamente porque disminuye”.

Esta cita pertenece a Odo Marquard (Filosofía de la compensación: estudios sobre antropología filosófica). Está en un libro que acabo de leer, “El perdedor radical”, de Hans Magnus Enzensberger: un ensayo sobre los sujetos que de pronto parecen enloquecer de odio y matan a su familia o a sus compañeros de colegio, y también sobre los grupos fundamentalistas que actúan en base al odio. En el capítulo 3, donde está la cita de Marquard, Enzensberger dice: “El progreso no ha eliminado la miseria humana, pero la ha transformado enormemente. En los dos últimos siglos, las sociedades más exitosas se han ganado a pulso nuevos derechos, nuevas expectativas y nuevas reivindicaciones; han acabado con la idea de un destino irreductible; han puesto en el orden del día conceptos tales como la dignidad humana y los derechos del hombre; han democratizado la lucha por el reconocimiento y despertado expectativas de igualdad que no pueden cumplir; y al mismo tiempo se han encargado de exhibir la desigualdad ante todos los habitantes del planeta y en todos los canales de televisión durante las 24 horas de día. Por eso, la decepcionabilidad de los seres humanos ha aumentado con cada progreso”.