–Buenas, quisiera una respuesta.
–Lo lamento, aquí no tenemos respuestas. Sólo preguntas.
–Qué pena, yo pensé que ustedes podrían ayudarme.
–Bueno, todo depende. ¿Cuál es su pregunta?
–Aquí la tengo. La anoté en este papelito.
–Ah, no, lo siento, lo que usted busca es una respuesta absoluta. Éste no es el sitio apropiado.
–¿Y cuál es ese sitio?
–Y, no sé, podría ser una iglesia, o un templo… ¿Ya probó con Internet?
–Sí, pero no hay caso. La molestia no se va.
–¿Y por qué no se la queda un tiempo? Mire que le puede ser útil. Después, si quiere, viene aquí y se la cambiamos por otra.
–¿Por otra pregunta?
–Sí, claro. Usted no sabe todas las cosas que puede llegar a aprender.
–Pero es que me da como una inquietud, como si fuera algo que me perturba, que me arde…
–Lo que pasa es que a veces las preguntas son como la fiebre. No siempre conviene eliminarla, vio. Porque sería lo mismo que tapar el problema. La inquietud va a seguir estando ahí, pero va a tomar otras formas. Y ahí, agárrese, porque ni usted mismo va a saber de dónde sale todo lo que le pasa. En cambio, quedándose con las preguntas usted mismo va a tratar de buscar las respuestas, y muchas veces se va a encontrar con que para una sola pregunta hay muchísimas respuestas. Es difícil, pero puede llegar a ser divertido. Y lo mejor de todo, es que al final usted se va a alegrar cada vez que se le ocurra una pregunta.
–Bueno, creo que ya me siento mejor. Pero sigo sintiendo inquietud.
–Ah, eso es bueno. Muy bueno.
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