Me gustaría, alguna vez, escribir un monólogo que hiciera reír a la gente. O por lo menos, a unas cuantas personas. Con que una persona se riese de verdad con ganas me alcanzaría. Bueno, en realidad creo que me bastaría con que alguno sonriera.
Tengo varios temas que, como todo monólogo que se precie de tal, son observaciones (¿agudas?) de la vida cotidiana. Por ejemplo:
Imagine el público qué pasaría si un ser de otro planeta (ahí ya nos alejamos un poco de la vida cotidiana, pero esperen) tuviera la oportunidad de escuchar nuestras expresiones diarias. Hay dos personas hablando por teléfono móvil, y de pronto una de ellas dice “te tengo que cortar, porque me estoy quedando sin batería”. ¿Qué pensaría el señor extraterrestre? Que ha dado con una raza de robots no demasiado inteligentes, que necesitan recargarse a cada rato. ¿Por qué nos empeñamos en hablar así? ¿Por qué, en algún momento, cuando estamos frente a la computadora después de haberla recontracargado con todos los programas habidos y por haber, decimos “no tengo más memoria”? ¡Es la computadora, no nosotros, la que agotó su memoria! ¿Cómo llegamos a dar vuelta las cosas de esta manera? ¿Cómo es que ahora nos hacemos cargo de lo que antes les pasaba a los objetos? Hace muchos años, era al revés. Antes, cuando teníamos, por ejemplo, dos años y tropezábamos descalzos con la pata de un mueble, nos consolaban dándole (al mueble) unos cuantos coscorrones mientras decían “mala, mala la mesa”.
En este punto, el artista, hablando con cierta complicidad al público y señalando hacia donde se supone que está la salida a la calle, diría: “Y ahora los dejo porque, ¿saben? estoy mal estacionado”.
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