viernes, 21 de marzo de 2008

Acoso

Están ahí, sé que están. Como en las otras noches de tormenta. Como aquella vez que entraron y tuve que pasar la noche con la luz encendida, los ojos abiertos y los músculos tensos, en un doloroso estado de alerta. Ya me cercioré de que las ventanas estuvieran cerradas. De noche no hay que dejar ni una rendija abierta. Ningún resquicio por donde puedan colarse y atravesar mis espacios volando con esas improbables alas de mamífero. Sí, ya sé, contribuyen al equilibrio ecológico. Sí, ya sé, comen insectos en pleno vuelo. Todo lo que quieran. Pero no en mi casa. Por eso, al caer la noche cierro todas las ventanas. Algunas, las que tienen mosquitero, pueden quedar abiertas. Pero no las noches de tormenta. No cuando soplan esos vientos que los vuelven locos y los obligan a huir espantados, en bandadas como si fueran golondrinas, rechinando en el aire polvoriento. Y no tengo que verlos. Si los veo, ya no podré dormir tranquila. Porque entonces sabré que están ahí, aferrándose a los marcos de mis ventanas, unos sobre otros, tratando de protegerse. Pero anoche los vi. Sombras oscuras planeando a la luz de la luna. Uno de ellos se aferró al mosquitero justo cuando yo pasaba por allí. Y no me digan que son ciegos, porque esta vez, definitivamente, no era yo la que intentaba mirar. Él me miraba a mí.

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