–Esta mañana, la ciudad amaneció envuelta en un espeso manto de humo –dijo el conductor, como si no nos hubiéramos dado cuenta.
–Cada vez se ve menos –dijo el diariero de la esquina.
–Están quemando los pastizales –se oyó por ahí.
–Lo hacen a propósito, para provocar –escuché con particular atención.
Mientras tanto, el humo se hacía más denso y ocupaba todo el espacio, entraba por las ventanas entreabiertas e impedía la visión de cualquier cosa que estuviera a más de veinte centímetros de distancia. A algunas personas se les hacía imposible pensar; era como si el humo hubiera penetrado en su cerebro. Para otras –la inmensa mayoría– no había ninguna diferencia en ese aspecto. Varios días después, cuando el humo desapareció, algunos tuvieron la certeza de que algo les había sido robado. Pero no supieron decir qué. ¿Y el humo?, se preguntaron los opinadores de siempre, mirando a cámara con indignación. Nada, digo yo. Es sólo humo. Como siempre.
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