domingo, 11 de mayo de 2008

Vigilia

Son las cuatro de la mañana. Hace frío, porque la estufa a querosene se apagó y estamos en el campo. De la cama de al lado vienen unos ronquidos suaves pero persistentes. Los perros ladran, y activan el mecanismo atávico de todos los perros de los alrededores. Muchos perros ladran. Mis orejas están heladas. Trato de relajarme, de abandonar el estado de alerta. Intento olvidarme de las noticias y pensar en cosas amables, en personas queridas. Recuerdo un email que me hizo mucha gracia, porque incluía dos adjetivos poco usuales: mamerto y patoso. Insólitamente, una sonrisa modifica mi musculatura facial, contrariando las leyes del insomnio. Es increíble esto de reírse a solas, y mucho más si son las cuatro de la mañana (noche, más bien) y el sueño se empecina en no regresar. Empiezan a cantar los gallos, un sonido que se lleva bastante bien con el compás de los ladridos. Cuento: ocho ladridos, un gallo. Me tapo las orejas con las cobijas y me doy vuelta. Siempre es más cómodo el costado izquierdo, al revés de lo que pasa en la política. Los ronquidos cesaron. Ahora sólo falta que se callen los perros y los gallos, y que el mundo se vuelva un poco, sólo un poco más cuerdo de lo que es.

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