miércoles, 28 de mayo de 2008

Treinta años

Hoy está nublado. Si tengo suerte y sigue así, no tengo que ir a ver departamentos. En un día nublado no hay forma de saber si la luz del sol entra alegremente, si se cuela apenas por un costado o si se mantiene ausente, en actitud de total desprecio. Así que, por ahora, no hay citas. Necesitaba este descanso, aunque sólo sea para poder pensar. Treinta años en la misma casa es mucho tiempo: nadie debería vivir treinta años en la misma casa. Son demasiadas vidas, demasiadas alegrías, demasiados dolores. Es muy difícil hacer proyectos en una casa en la que se ha vivido treinta años. La historia pesa como una mochila que contuviera una inmensa esponja mojada. Todo: lo que fue, lo que podría haber sido, lo que no pudo ser. Como en un bolero, cada recuerdo raspa sin anestesia y nos revela nuestro costado más cursi, el de la nostalgia inútil. El cambio promete casi un milagro: ensanchar el futuro, agrandar las posibilidades. Entramos en el mundo de lo potencial. Con un poco de insolencia, hasta nos sentimos capaces de soñar. Investimos con nuestra esencia lugares que todavía no existen. Elegimos con los ojos cerrados. Nos imaginamos realidades amables. Y sin embargo, cómo cuesta dejar atrás una casa en la que se ha vivido treinta años.

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