sábado, 4 de diciembre de 2010

Biomecánica de la nostalgia

Para que el dolor no sea insoportable, los músculos de la nostalgia deben ser entrenados igual que los otros músculos.

El dolor de la nostalgia proviene del tironeo excesivo de la memoria, que trata de volver al punto de partida, allí donde se inserta el otro extremo del músculo. Pero éste se encuentra perfectamente anclado en su lugar de origen; de modo que sería inútil seguir insistiendo con el estiramiento: lo extrañado seguirá estando, de manera irremediable, en el pasado.

Es conveniente hacer extensiones moderadas con cierta frecuencia, saborear con una mezcla de prudencia y fruición las sensaciones que aparecen mientras dura el proceso, y luego volver a contraer el músculo de la nostalgia de modo tal que la consciencia vuelva al presente.

Si los intentos por reducir los daños fracasan, se experimentará una molestia localizada en el punto del recuerdo, que a veces puede generalizarse y abarcar la totalidad del ánimo.

Producido el dolor, y en los casos de sensibilidad excesiva, se puede recurrir a distintos métodos más o menos balsámicos, como masajes suaves, posturas de relajación, búsqueda de nuevas emociones y, en casos extremos, alcohol o psicofármacos.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Lecciones de óptica dramática

Toda vez que una persona, o un gobierno, o un país, llegan a la conclusión de que su visión del mundo es la única y verdadera, suceden algunas cosas curiosas. Con frecuencia, las imágenes que le llegan del resto del mundo no coinciden con las suyas; en muchos casos, incluso, son opuestas por completo. Pero su sistema óptico no está preparado para percibirlas tal cual son; no es de extrañar, entonces, que estas imágenes, al ser manipuladas, sufran distorsiones o, dicho de una manera más técnica, aberraciones.

Es inútil tratar de corregir desde el receptor una imagen con error de registro. Una vez producida la aberración cromática lateral, que depende de la variación del aumento de la imagen según la longitud de onda, llega toda así, como si las distintas figuras de color que la componen no coincidieran sobre el plano. Se produce entonces algo así como una esquizofrenia de las imágenes que no tiene nada que ver con lo real, ya que solo quienes estamos, supuestamente, reflejados en las mismas, podemos entender que poner en el mismo plano el tango más la pasión por la política más la poesía más los abrazos y los besos no quiere decir estar locos.

Cuando la luz llega de un sitio inesperado, digamos, un hombre del Altiplano llegado al puesto de responsabilidad más alto en la conducción de un país, puede producirse otro tipo de aberración del sistema óptico, que tiene que ver con la diferencia de ángulo de incidencia de un rayo con respecto al eje. Pero la luz, por suerte, sigue fluyendo, como si emanara del rostro oscuro de ese hombre sabio.

Existen instrumentos y prótesis que pueden ayudar a corregir estas distorsiones visuales. Pero nada es capaz de corregir la soberbia, la ignorancia y el miedo a todo aquello que no encaje con la visión única del mundo que las origina.

sábado, 27 de noviembre de 2010

Automatismos

Nos habíamos acostumbrado a pensar en automático. Cuando alguien decía que las ventas habían aflojado, cuando la búsqueda de empleo se volvía una actividad abstracta, cuando hablábamos de los aportes jubilatorios como una obligación improductiva, en todos esos casos y en muchos más, poníamos el cambio automático y justificábamos todo en función de que, claro, estamos en Argentina, qué se puede esperar. Esa explicación que situaba todas las causas en una misma vertiente común –la desgracia de haber nacido en estas latitudes– funcionó durante muchos años. Pensar en la Argentina como un gran país, y no sólo con sentido retórico, era casi una utopía. Y por eso mismo, por la extensión en el tiempo de esta sensación de imposibilidad, se marcó en la memoria una huella difícil de borrar.

Pero los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández demostraron que no todo era imposible. Los que en algún momento de nuestras vidas creímos que sólo se podría hacer cambios con la revolución, tuvimos que admitir que en las reformas introducidas por este gobierno había mucho para apoyar. Y que algunos de sus gestos eran verdaderamente revolucionarios, como lo fue el de descolgar los cuadros de los genocidas. Que la decisión soberana de decirle que no al ALCA y sí a la unidad latinoamericana era un hito histórico. Que, en su momento, la reforma de la Corte Suprema de Justicia eliminando la posibilidad de jueces adictos al gobierno nos dejó, a más de uno, con la boca abierta. Que los intentos de redistribución de la riqueza (no todos afortunados) formaban parte de un proceso que, ya adivinábamos, estaba en marcha a pesar de todos los pronósticos.

Y seguimos asombrándonos. Después del infierno atravesado en la crisis con los empresarios del campo, se produjo el milagro de la reestatización de los fondos jubilatorios y la ley que permite actualizar las jubilaciones (todavía atrasadas pero a años luz de lo que eran) dos veces por año.

Después de la derrota electoral de 2009 vinieron más asombros, como la Asignación Universal por Hijo y la cancelación de la deuda con los bonistas, una operación hecha contra viento y marea gracias a las reservas de dinero acumuladas que la oposición envidiosa quería retacear. Y que hoy, después de haber saldado esa deuda, no sólo se recuperaron sino que aumentaron.

Si toda esta fortaleza ante la adversidad, si esta marcha sin descanso y estos resultados imposibles de ocultar por ningún equipo ortodoxo, no nos llevan a sentirnos cada vez más orgullosos de nuestro país, entonces no tenemos remedio.

Sin embargo, sigo creyendo que debe haber alguna forma de borrar esa huella fantasmal, esa forma vacía del descrédito, ese hueco dejado por el escepticismo a toda prueba en quienes, con una mueca automática, siguen repitiendo, todavía hoy, “y, estamos en la Argentina”.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Sila

Era una castellana tímida y hermosa. Tenía muchos hermanos y un tío cura al que, una vez que se volvió diestra con el hilo y la aguja, le hacía hasta las sotanas. Bordaba, cantaba, se iba a merendar al monte con las amigas. Bailaba la jota con movimientos casi avergonzados, sin permitírselo del todo. Había cruzado el océano en barco, para vivir con el amor de su vida. Mientras estuvo aquí no podía dejar de hablar de esa otra vida, la de los cantos y los bailes con sus amigas de aquel pueblo de montaña en el que brotaba agua de fuente a cada paso. Crió dos hijos, tuvo cuatro nietos, conoció a tres bisnietos. Hablaba en voz baja. No podía estar sin hacer algo. Tejía sin mirar, a una velocidad pasmosa y con una perfección inimitable. Era mi madre, y hoy hubiera cumplido noventa y tres años.

martes, 16 de noviembre de 2010

Sepamos distinguir

La diferencia entre un psicótico y un psicópata es el manejo de la realidad. Un psicótico vive una realidad propia, delirante, creyendo que es la única que existe. Oye voces que los demás no podemos oír, ve cosas que no están ahí. Un psicópata no. El psicópata hace todo lo posible para que la realidad se acomode a sus necesidades sin el inconveniente que podrían presentar algunos sentimientos como la culpa, por ejemplo, ya que no puede sentirla. El psicótico corre peligro de hacerse daño a sí mismo. El psicópata es muy hábil haciendo daño a los demás, y no le importan las consecuencias. El psicótico sufre una angustia muy difícil de paliar y tiene miedo de ser atacado. El psicópata usa a los que tiene cerca para atacar. Puede amenazar a un colega con denunciarlo por corrupción en el canal de noticias más poderoso si sospecha que ese colega –pongamos, por caso, un diputado– está por hacer algo que podría favorecer al gobierno nacional, con quien mantiene, por ahora de palabra y gestos, una guerra sangrienta. He trabajado con psicóticos, he convivido largas horas con ellos en instituciones de salud, y nunca les tuve miedo. En cambio, tengo miedo de los psicópatas.

¿Qué pasó con las violetas?

Cuando yo iba a la escuela primaria, y tal vez unos años después también, me gustaban las violetas. Se vendían en la calle, las comprabas para regalárselas a tu mamá, a tus amigas, a quien te importase de un modo especial como para hacerle ese homenaje modesto. Porque las violetas eran eso: flores modestas, humildes, sin estridencias. De un color que no estaba de moda en esa época, que era casi de luto. Con un perfume suave pero inconfundible. Eran flores de bajo perfil.

Hace mucho tiempo que no veo violetas. ¿Qué pasó?

Hoy, las opciones se han multiplicado de manera astronómica. Y no hablo solamente de la enorme variedad de flores que inundan el mercado desde que formamos parte de un mundo cada vez más promiscuo. Las flores son más grandes, más coloridas, más espectaculares. Lo opuesto a las violetas. Pero las flores no son más que un síntoma. En el medio, el mundo cambió. Y en este mundo, las flores de bajo perfil no tienen cabida. Hay que tener más variedad, más cosas, hay que hacerse notar, hay que hablar más fuerte, hay que tirar lo que ya no es nuevo, hay que consumir. Más rápido, más caro, más, más. Hoy podemos acumular en una computadora tanta música y tantas películas que no nos alcanzaría la vida para disfrutarlas, aunque un naufragio nos dejara en una isla desierta. Hoy, lo más sencillo que podemos encontrar en un puesto de flores es un ramo de fresias, que son hermosas y tienen un perfume riquísimo, pero son más grandes que las violetas y, sobre todo, tienen más color.

El mundo de hoy no es ni mejor ni peor; es el que es. A todos nos gusta que haya mayores alternativas, todos adoramos conseguir información de lo que sea en cuanto la deseemos, probar los sabores de otras latitudes, oler los aromas que nacen más allá de nuestras fronteras. Pero es bueno, también, acordarse, cada tanto, de la callada, breve y austera belleza de las violetas.

martes, 2 de noviembre de 2010

Revelaciones

El posmodernismo, esa filosofía de surf que le calzaba como un guante a la era neoliberal, quiso extinguir todos los fuegos. Parecía que había llegado para quedarse, como si la historia pudiera tener, de verdad, un final. Salvo escasas excepciones, multitudes anestesiadas por un frío criogénico ignoraban con gusto que había otro mundo posible, mientras compraban las revistas Gente y Caras para ver cómo tomaban champagne y comían pizza los nuevos ricos, ésos que formaban parte de una minoría cada vez más estrecha. La juventud parecía haber quedado fijada para siempre en un destino de aburrimiento, fiestas disco, alcohol y desinterés.

En estos días, mucha gente se pregunta de dónde salieron todas esas personas, especialmente los jóvenes, que fueron a rendir homenaje a un ex presidente que, según la visión instalada por los medios, era repudiado por toda la sociedad argentina. ¿Dónde estaba ese fuego?

Como en una foto de la era predigital sin revelar, eran necesarias ciertas condiciones para ver la imagen que, a pesar de todos los esfuerzos por ocultarla, había quedado allí atrapada, palpitante y viva. Un cuarto iluminado por luz roja, papel sensible, drogas para revelar y después fijar el resultado, esa imagen que aparece como por arte de magia. Un hombre murió. Las puertas se abrieron y la otra verdad salió a la calle: la foto fue revelada. Y, sin que se entienda esto como una ilusa expresión de deseos –porque la tarea militante que falta hacer es hercúlea– la magia está empezando a producirse.