Toda vez que una persona, o un gobierno, o un país, llegan a la conclusión de que su visión del mundo es la única y verdadera, suceden algunas cosas curiosas. Con frecuencia, las imágenes que le llegan del resto del mundo no coinciden con las suyas; en muchos casos, incluso, son opuestas por completo. Pero su sistema óptico no está preparado para percibirlas tal cual son; no es de extrañar, entonces, que estas imágenes, al ser manipuladas, sufran distorsiones o, dicho de una manera más técnica, aberraciones.
Es inútil tratar de corregir desde el receptor una imagen con error de registro. Una vez producida la aberración cromática lateral, que depende de la variación del aumento de la imagen según la longitud de onda, llega toda así, como si las distintas figuras de color que la componen no coincidieran sobre el plano. Se produce entonces algo así como una esquizofrenia de las imágenes que no tiene nada que ver con lo real, ya que solo quienes estamos, supuestamente, reflejados en las mismas, podemos entender que poner en el mismo plano el tango más la pasión por la política más la poesía más los abrazos y los besos no quiere decir estar locos.
Cuando la luz llega de un sitio inesperado, digamos, un hombre del Altiplano llegado al puesto de responsabilidad más alto en la conducción de un país, puede producirse otro tipo de aberración del sistema óptico, que tiene que ver con la diferencia de ángulo de incidencia de un rayo con respecto al eje. Pero la luz, por suerte, sigue fluyendo, como si emanara del rostro oscuro de ese hombre sabio.
Existen instrumentos y prótesis que pueden ayudar a corregir estas distorsiones visuales. Pero nada es capaz de corregir la soberbia, la ignorancia y el miedo a todo aquello que no encaje con la visión única del mundo que las origina.
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