Nos habíamos acostumbrado a pensar en automático. Cuando alguien decía que las ventas habían aflojado, cuando la búsqueda de empleo se volvía una actividad abstracta, cuando hablábamos de los aportes jubilatorios como una obligación improductiva, en todos esos casos y en muchos más, poníamos el cambio automático y justificábamos todo en función de que, claro, estamos en Argentina, qué se puede esperar. Esa explicación que situaba todas las causas en una misma vertiente común –la desgracia de haber nacido en estas latitudes– funcionó durante muchos años. Pensar en la Argentina como un gran país, y no sólo con sentido retórico, era casi una utopía. Y por eso mismo, por la extensión en el tiempo de esta sensación de imposibilidad, se marcó en la memoria una huella difícil de borrar.
Pero los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández demostraron que no todo era imposible. Los que en algún momento de nuestras vidas creímos que sólo se podría hacer cambios con la revolución, tuvimos que admitir que en las reformas introducidas por este gobierno había mucho para apoyar. Y que algunos de sus gestos eran verdaderamente revolucionarios, como lo fue el de descolgar los cuadros de los genocidas. Que la decisión soberana de decirle que no al ALCA y sí a la unidad latinoamericana era un hito histórico. Que, en su momento, la reforma de la Corte Suprema de Justicia eliminando la posibilidad de jueces adictos al gobierno nos dejó, a más de uno, con la boca abierta. Que los intentos de redistribución de la riqueza (no todos afortunados) formaban parte de un proceso que, ya adivinábamos, estaba en marcha a pesar de todos los pronósticos.
Y seguimos asombrándonos. Después del infierno atravesado en la crisis con los empresarios del campo, se produjo el milagro de la reestatización de los fondos jubilatorios y la ley que permite actualizar las jubilaciones (todavía atrasadas pero a años luz de lo que eran) dos veces por año.
Después de la derrota electoral de 2009 vinieron más asombros, como la Asignación Universal por Hijo y la cancelación de la deuda con los bonistas, una operación hecha contra viento y marea gracias a las reservas de dinero acumuladas que la oposición envidiosa quería retacear. Y que hoy, después de haber saldado esa deuda, no sólo se recuperaron sino que aumentaron.
Si toda esta fortaleza ante la adversidad, si esta marcha sin descanso y estos resultados imposibles de ocultar por ningún equipo ortodoxo, no nos llevan a sentirnos cada vez más orgullosos de nuestro país, entonces no tenemos remedio.
Sin embargo, sigo creyendo que debe haber alguna forma de borrar esa huella fantasmal, esa forma vacía del descrédito, ese hueco dejado por el escepticismo a toda prueba en quienes, con una mueca automática, siguen repitiendo, todavía hoy, “y, estamos en la Argentina”.
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