Las ondas sonoras perturbaron el aire de la misma manera que siempre, transportando esa energía tan particular que a veces toma la forma de música, y otras veces la de una voz diciendo cosas.
La idea era que provocaran, a su vez, la salida de otras ondas equivalentes en sentido contrario, de vuelta hacia la fuente; pero esto no termina de producirse, y el aire, entonces, sufre una segunda perturbación, o así le parece a él. El sonido no había encontrado ningún obstáculo en su dirección de propagación; y si así hubiera sido, gracias a su capacidad de dispersión habría sido perfectamente capaz de rodearlo y seguir su camino hasta el oído de ella.
Eso era, efectivamente, lo que había ocurrido; la demora en la emisión de las ondas recíprocas tenía otras causas. Resulta que, además de producir una perturbación en el medio en el que había tenido lugar, perturbaron el ánimo de ella, haciendo casi imposible su capacidad de respuesta. Por eso, ahora el aire está quieto de una manera, diríamos, incómoda. Los otros sonidos –el ascensor deteniéndose algunos pisos más abajo, una radio mal sintonizada, bocinas, ladridos lejanos– no hacen más que acentuar ese silencio, el que no debería ocupar ahora el espacio entre ambos.
El problema es que no hay ninguna respuesta capaz de liberarlos de semejante incomodidad. Si ella dice que sí, miente. Si dice que no, provoca un abanico de sentimientos que abarcan, entre otros, consternación, humillación y dolor, que no quiere provocar de ninguna manera.
Por eso es que ella sigue en silencio, mientras él espera pensando cómo puede ser, cómo es que ella no ha podido, todavía, responder a una pregunta tan simple: “¿me extrañaste?”.
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