viernes, 9 de abril de 2010

Humanidad de los objetos

Algunos edificios son inteligentes. Los otros, ¿son estúpidos?

Las computadoras tienen cada vez más memoria. Las de antes, ¿se olvidaban de todo?

La tendencia antropomórfica al hablar de los objetos es perfectamente explicable: somos la referencia que tenemos más a mano.

Hay casas amables. Calles tristes. Puertas rebeldes.

Propongo que extendamos esta costumbre hasta alcanzar el mayor número posible de objetos inanimados.

Dos ejemplos:

El desperfecto en un sistema de descarga de agua (se trababa y no paraba) me hizo pensar que el inodoro era muy temperamental.

Cuando la cardióloga me pidió que suspendiera la sal hasta hacerme los estudios correspondientes, proclamé que los tomates deshidratados eran mis mejores amigos. Cuando dejé de comerlos y el envoltorio en el que estaban se llenó de bichos, descubrí con pena que los había abandonado. Y peor aún: que los estaba traicionando.

Los objetos se rebelan, se esconden, nos atacan o nos cuidan, están ahí, agazapados vaya a saberse con qué intención, en la oscuridad o a la más plena luz del día. No tiene sentido luchar contra eso. Es mucho más astuto, de nuestra parte, reconocer que tienen vida propia, algo así como una extensión de lo humano en otros soportes.

lunes, 5 de abril de 2010

Fuego y limón

Cuando los de mi generación teníamos diez años no existían ni Internet ni los videojuegos, y nos atravesaba una búsqueda constante de distracciones para el tiempo de ocio. Algunos juegos los inventábamos, otros aparecían como propuestas más o menos novedosas. Como la escritura invisible, por ejemplo. Se trataba de escribir usando jugo de limón en lugar de tinta, y luego acercar el papel a una llama, a la distancia óptima para que, sin que se produjera un incendio, el limón se tostara y la escritura apareciera como por arte de magia.

En los últimos diez años, después de una explosión que llevó el prestigio de la política a sus niveles más bajos, se ha producido un fenómeno que me trajo a la memoria este juego de la escritura en código. Quiérase o no, en la sociedad argentina empezó a instalarse, al principio tímidamente, ahora cada vez con más fuerza, la idea de que la política no es, después de todo, tan mala palabra como parecía. Más allá de los resultados transitorios o definitivos de cada contienda, deberíamos valorar la discusión de temas y de ideas que, en épocas que podrían llamarse “anestésicas”, formaban parte del paisaje sin que nadie pudiera darse cuenta de cuál era su verdadero valor. Eran como palabras escritas con limón.

La palabra ajuste, por ejemplo. En muchos sectores de la oposición hacen malabarismos idiomáticos para evitarla, y hasta se ofenden como damiselas cuando se los acusa de querer volver a la estrategia del ajuste. Su pasado los condena: la política neoliberal del gobierno de Menem, y la del breve paso de De la Rúa por la Rosada, no hubiera sido posible sin ajustar. Léase bajar los sueldos y las jubilaciones, empeorar las condiciones laborales, achicar el gasto público, hacer todo lo posible para que sólo puedan consumir a su gusto unos pocos privilegiados. Resulta que ahora se habla de esto.

Y eso me lleva a la segunda parte del proceso: el fuego. Por fortuna, ésta es una época en la que se habla de política, se consume política, se la discute, se la estudia. La televisión transmite hasta las interpelaciones en la Cámara de Senadores. Y las ideas han empezado a emerger, no para que formen parte del paisaje, no para que las repitamos como frases hechas, sino para hacernos pensar. Hay un fuego que señala como un índice revelador la existencia de ideas, y ahora ya no es posible creer que haya una sola forma de entender la realidad.

viernes, 2 de abril de 2010

Derecho propio

Desde los actos por la memoria del 24 de marzo pasado, vengo escuchando distintas voces, tanto entre el periodismo estrella de los medios monopólicos como en representantes de una parte de la izquierda argentina, que coinciden en la palabra apropiación.

Apropiación es un término utilizado desde hace más treinta años por los organismos de derechos humanos para referirse al robo de bebés durante el genocidio cometido por la última dictadura militar argentina. Los cientos de matrimonios que, a sabiendas de que se trataba de hijos de desaparecidos sustraídos a sus familias, se quedaron con esos bebés y los hicieron pasar como propios (o inventaron alguna adopción trucha) son llamados, con gran justicia, apropiadores. En la reparación de esa infamia reside, precisamente, la lucha ejemplar de Abuelas de Plaza de Mayo.

Pero resulta que no, que el término apropiación es usado, por los actores antes mencionados, para otra cosa: dicen que el gobierno “se apropió” de los derechos humanos. Algún periodista dijo, en esa ocasión, que por eso “esta vez no iba a la marcha”. Habrá pensado que todos iban a extrañarlo.

En la lucha por el esclarecimiento de los crímenes de lesa humanidad, que, justo es reconocerlo, comenzó durante el gobierno de Alfonsín, no ha habido ningún gobierno que se ocupara del juicio y castigo a los culpables como el actual (me refiero a las dos gestiones, la de Néstor Kirchner y la de Cristina Fernández). Es uno de los logros más atesorables, ejercidos desde una posición que le ha valido intensas reacciones de la derecha más rabiosa. Recordemos, si no, las declaraciones de los militares sometidos a juicio, como la de Menéndez, que confesó que habían estado aguantando hasta que ya no aguantaron más, y ¡ups! tuvieron que secuestrar gente, tirarla desde los aviones y quedarse con sus hijos. Apropiárselos.

Interpelados, algunos políticos reconocen que sí, que tal vez la palabra sea demasiado fuerte y proponen otra: lucrar. Pero no fundamentan nada.

Yo les pediría que sigan buscando expresiones, distintas maneras de hablar de lo mismo, y tal vez lleguen a la conclusión de que, por todo lo recorrido en estos años, esta administración se ha ganado el derecho de capitalizar la lucha y, sí, apoderarse legítimamente de la bandera de los derechos humanos. Y quizá reconozcan que sería mejor dejar de lado las mezquindades, y, al menos en este tema, ponerse del mismo lado. Si no, nos van a hacer pensar que hablan así por impotencia y envidia.

lunes, 22 de marzo de 2010

Temprano para luchar

A los seis años, Lucía ya está protagonizando luchas de género. Ella no lo sabe, y tampoco sus compañeritos, quienes, tal vez desconcertados por algunas señales, han iniciado una especie de hostigamiento que ella resiste, por ahora, con mucho coraje.

Lucía se niega a entrar en los estereotipos que se esperan para una nena. Ella no entiende por qué le tiene que gustar solamente jugar a la mamá o adorar a las princesas; y reclama su derecho a disfrutar del resto del mundo. No entiende por qué no puede decorar un cuaderno con Cenicienta y Campanita, y otro con Ben Diez (un héroe de historietas para varones).

Lucía no es para nada violenta, más bien todo lo contrario; pero tampoco es ñoña. Mira el mundo con ojos inteligentes desde el mismo momento de su nacimiento, cuando su mamá la tuvo frente a sí por primera vez y se estremeció por la firmeza de su mirada. Lucía nació y miró a su mamá a los ojos. Y algo debe haber visto en ellos, algo como una complicidad, un mensaje que iba más allá de las palabras, porque desde ese instante supo que tenía una aliada importante. Lucía tiene la suerte de tener la mamá que tiene.

Con el paso de los años, Lucía va a ser cada vez más interesante para sus amigos varones (no es que ahora no lo sea), y eso le valdrá el respeto de todos. Por ahora, le espera una larga lucha con una parte de la sociedad que trata de disciplinarla e imponerle una visión estática y simplificadora de los géneros, lo que no es sino una de las formas de la mediocridad.

jueves, 11 de marzo de 2010

Opiniones y verdades reveladas

Una opinión es una opinión. Ayer, hoy y siempre. En Atenas, en Chicago y en Venado Tuerto.

Una opinión es un pensamiento parcial, una toma de partido sobre uno o varios temas. Es subjetiva, aun cuando se nutra de grandes estudios y conocimientos. Una opinión no es una verdad: es una de tantas verdades posibles. O no es una verdad de ninguna manera.

En los últimos tiempos existe la tendencia a tomar ciertas opiniones como verdades absolutas. Esa transformación consigue resultados que encierran un riesgo importante, sobre todo porque no es inocente. Le sirve a determinado grupo de personas, especialmente las que detentan el poder económico. Que son quienes tienen, en consecuencia, la posibilidad de difundir estas verdades absolutas.

En función de esa capacidad –la de convertir opiniones en verdades y la de convencer a los desprevenidos, que son la mayoría, y también a ciertos aliados útiles– se transforma un procedimiento político válido en un escándalo, por ejemplo. O lo que es peor: en un delito.

Ayer, el Senado de la Nación Argentina transformó una opinión en una verdad revelada. La presidenta del Banco Central había actuado en contra de la opinión de los senadores opositores, y eso la transformó en delincuente.

Podemos estar o no de acuerdo en la rapidez con la que actuó Mercedes Marcó del Pont en darle curso al decreto sobre el uso de las reservas para el pago de la deuda, pero no podemos decir que cometió un delito. Que no nos guste no es motivo para echarla.

Mercedes Marcó del Pont no sólo explicó por qué lo suyo había sido actuar dentro de la ley, sino que hizo una defensa brillante de sus opiniones. Opiniones que, por supuesto, son opuestas a la de la mayoría actual en el Senado. Nadie le preguntó nada, nadie le dio oportunidad de rebatir la acusación. Hoy se aprestan a echarla, basados en opiniones que funcionan como verdades reveladas.

martes, 9 de marzo de 2010

La mejor y la peor de las cosas

El esclavo Esopo recibió de su amo Xanto la orden de ir al mercado a comprar lo mejor. Esopo volvió trayendo solamente lengua. “¿Esto es lo mejor?” preguntó Xanto. “Sin duda”, dijo Esopo, que no en vano era fabulista. “La lengua es el órgano de la verdad y la razón, y permite a los hombres entenderse entre ellos. La lengua nos une a todos. Sin la lengua no podríamos entendernos. Gracias a la lengua se construyen ciudades, gracias a la lengua podemos expresar nuestro amor. La lengua es el órgano del cariño, de la ternura, del amor, de la comprensión. La lengua hace eternos los versos de los poetas, las ideas de los grandes escritores”.

Pasados algunos días su patrón pidió a Esopo que fuera al mercado y trajera lo peor que encontrara. Nuevamente el sirviente compró sólo lengua. “¿Esto es lo peor?”, preguntó Xanto, y Esopo le dijo: “Nadie puede dudarlo. La lengua es el canal de la mentira, el chisme y las ofensas, el arma que usan los hombres para injuriarse. La lengua separa a la humanidad, divide a los pueblos. Es la lengua la que usan los malos políticos cuando quieren engañar con sus falsas promesas. Es la lengua la que usan los pícaros cuando quieren estafar. La lengua es el órgano de la mentira, de la discordia, de los malos entendidos, de las guerras, de la explotación. Es la lengua la que miente, la que esconde, engaña, explota, blasfema, insulta, se acobarda, mendiga, provoca, destruye, calumnia, vende, seduce, corrompe. Es por eso, señor, que la lengua es la mejor y la peor de todas las cosas”.

A veces pienso que pasa algo parecido con la política. Se suele culpar a la política de todos los males de la sociedad, cuando en realidad ninguna sociedad podría sostenerse sin ella. En la política se urden estafas, se engaña, se acumula poder, se miente, se manipula, se roba, se destruye. Pero con la política también se lucha, se resiste, se busca justicia y equidad, se adquiere dignidad, se desafía el poder, se brinda ayuda, se participa, se procura un mundo mejor, se construye.

Hay muchas personas que piensan que pueden vivir sin la política. Yo no soy una de ellas. Sin ser militante ni estar afiliada a ningún partido, gran parte del día lo ocupo en escuchar y leer a gente que piensa en la política, y eso produce en mi cabeza un interesante movimiento que me ayuda, entre otras cosas, a quitar la mirada de mi propio ombligo, lo que es un descanso. Tengo la suerte, también, de tener amigos y familiares con los que puedo intercambiar ideas sobre la política. Y eso me enriquece. También me agarro unas grandes rabietas, muchas veces. Lo cual confirma el paralelismo con el relato de Esopo: la política sería, en ese caso, la mejor y la peor de todas las cosas.

No se puede vivir sin la lengua, como no se puede vivir sin política.

miércoles, 3 de marzo de 2010

A desadjetivar

Sandra Russo habló hace un rato, en Radio Nacional, del abuso de los adjetivos, un mal presente no sólo en la literatura sino también en la política y el periodismo. Y no es un tema menor; por el contrario, es una buena manera de iluminar la materia.

En política, los adjetivos suelen usarse para descalificar, especialmente cuando no hay ideas o argumentos. Cuando se persiguen fines inconfesables (o confesables a medias) se adjetiva en exceso para inocular sentimientos y para generar estados de descontento o miedo, por ejemplo.

En literatura, el uso abusivo de la adjetivación empobrece. La palabra escrita tiene que provocar estados en el lector, no inyectarle contenidos o sensaciones. Los adjetivos le roban su autonomía creativa al lector. Le dan todo por hecho, masticado y pensado. Los adjetivos cierran. Las palabras no sólo tienen que “hacerle algo” al lector, también deberían ir a su encuentro abiertas, entregadas y a la vez indescifradas, para que él o ella “hagan algo” con ellas, las carguen de sentido, las transformen y se transformen a sí mismos. Casi nada.