A los seis años, Lucía ya está protagonizando luchas de género. Ella no lo sabe, y tampoco sus compañeritos, quienes, tal vez desconcertados por algunas señales, han iniciado una especie de hostigamiento que ella resiste, por ahora, con mucho coraje.
Lucía se niega a entrar en los estereotipos que se esperan para una nena. Ella no entiende por qué le tiene que gustar solamente jugar a la mamá o adorar a las princesas; y reclama su derecho a disfrutar del resto del mundo. No entiende por qué no puede decorar un cuaderno con Cenicienta y Campanita, y otro con Ben Diez (un héroe de historietas para varones).
Lucía no es para nada violenta, más bien todo lo contrario; pero tampoco es ñoña. Mira el mundo con ojos inteligentes desde el mismo momento de su nacimiento, cuando su mamá la tuvo frente a sí por primera vez y se estremeció por la firmeza de su mirada. Lucía nació y miró a su mamá a los ojos. Y algo debe haber visto en ellos, algo como una complicidad, un mensaje que iba más allá de las palabras, porque desde ese instante supo que tenía una aliada importante. Lucía tiene la suerte de tener la mamá que tiene.
Con el paso de los años, Lucía va a ser cada vez más interesante para sus amigos varones (no es que ahora no lo sea), y eso le valdrá el respeto de todos. Por ahora, le espera una larga lucha con una parte de la sociedad que trata de disciplinarla e imponerle una visión estática y simplificadora de los géneros, lo que no es sino una de las formas de la mediocridad.
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