viernes, 9 de enero de 2009

Somos todos Hércules

Siempre admiré a las personas que se ganan la vida haciendo tareas en cuya realización se involucran diversos músculos del cuerpo, en especial las manos. La concentración, la habilidad que a veces se transmuta en sabiduría, las horas de entrenamiento para dominar las técnicas, el esfuerzo para conseguir un resultado satisfactorio. El cansancio y, supongo que a veces, el tedio.

Yo, en cambio, tengo que permanecer sentada tratando de combinar palabras de la mejor manera posible, para diversos propósitos, algunos de los cuales tienen que ver con el sustento y otros con una necesidad vital que no sé muy bien de dónde viene. Mi entrenamiento principal es la lectura, algo placentero de por sí. Un alimento para el que siempre tengo hambre.

Muchas veces, sin embargo, me impongo tareas diferentes. Pintar muebles, por ejemplo. Ir a la pinturería, averiguar qué producto me conviene, comprar todos los elementos. Pasar la lija o la espátula, dar una mano de pintura, esperar que se seque, dar otra mano. Usar aguarrás para que el pincel no quede duro, poner papel debajo del mueble para no ensuciar el piso. Ponerme guantes para evitar las costras de pintura al menos en las manos, algo que casi nunca consigo. Y descubro que es cansador, pero bellísimo. Y más fácil que muchas de las cosas que hago habitualmente. Las superficies a pintar están ahí, la pintura está en el tarro, basta con tomar la decisión y empezar.

Ojalá pudiera encarar con la misma soltura ese monstruo en el que suele encarnarse, la mayoría de las veces, su graciosa majestad la página en blanco.

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