jueves, 15 de enero de 2009

Simiente

Tomó un puñado de letras y las echó en su delantal de labranza. La tierra estaba esponjosa, y el sol que rebotaba en los surcos le hacía olas en la cabeza. Se agachó para tocarla, pero más que nada para olerla. Tenía el olor de lo desconocido. Se enderezó, aspiró hondo y empezó a caminar entre esas hileras de tierra labrada, como ínfimas cadenas montañosas simétricas hasta la náusea. Con una mano sostenía el borde del delantal, con la otra iba tomando las letras para arrojarlas al voleo con toda la soltura que le era posible. Por momentos sentía pena por las letras; seguramente se las comerían las aves, confundiéndolas con vaya a saberse qué cosas. Pero lo guiaba un pensamiento, casi una certeza: algunas conseguirían quedarse un tiempo en la oscuridad amable del suelo, y entonces brotaría algo de ellas. Y por fin, con el tiempo, hasta podrían servir de alimento.

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