viernes, 24 de octubre de 2008

Invasores

–Subió por el desagüe –dijo Mike, al mismo tiempo que ponía una tapa en la boca abierta bajo la pileta de la cocina.

­–O, mejor dicho, subieron –dije yo. Había huellas (es una manera elegante de decirlo) de todos los tamaños en el piso de la cocina y dentro del mueble vacío, bajo la mesada. Me corrió un escalofrío cuando me sugirieron (Mike, el albañil, una amiga) que recogiera algunas de esas muestras y las llevara a la veterinaria, para saber de qué roedor se trataba. Me negué rotundamente. Lo único que me faltaba es llevar caca de rata en mi cartera.

No quedaba otra alternativa: comprar veneno. El desagüe, salida teórica según nuestra investigación improvisada, había sido tapado; pero nunca se sabe.

Nunca había comprado veneno para ratas. Lo había visto, vagamente, allá por mi lejana infancia, en el piso de cemento de la planta baja en la casa de la isla. Lo recordaba como unos gránulos rosados, de aspecto inocente. Hasta diría que apetitosos. Pero ir a comprarlo, enfrentarme con el vendedor y decirle “quiero veneno para ratas”, ya era otra cosa. Mucho policial negro, muchas malas películas sobre malas mujeres que malamente envenenan al marido, al amante y hasta a sus propios hijos. ¿Y si pensaban que estaba usando las ratas como excusa para perpetrar un crimen? ¿Y si se moría alguien –un vecino, por ejemplo– y había testigos en mi contra, los vendedores, algún cliente con memoria fotográfica? Claro que también había testigos a mi favor. El mismo albañil, sin ir más lejos.

El hecho es que fui a la ferretería, pedí el veneno para ratas y me lo dieron. Y ahora que lo pienso, me da mucha risa la cara de aburrimiento del vendedor mientras yo le daba montones de explicaciones innecesarias sobre lo que había pasado, y por qué necesitaba el veneno, y cómo lo iba a usar por si acaso, porque seguramente ya se habían ido, pero no se sabe, y por las dudas. Por las dudas, repitió él, con su mayor cortesía.

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