Suelen acusarme de ser demasiado racional. No es una acusación, se parece más al señalamiento de un déficit. Con frecuencia me encuentro justificando mi falta de fe en cosas tales como la religión, los fantasmas, las hadas, la energía cósmica, la astrología y temas por el estilo. Y sin embargo, acaso contradictoriamente, no dejo de caer en la tentación por las hipótesis. Siempre como hipótesis, claro. Me gusta, por ejemplo, jugar con la idea de que el tiempo es algo completamente distinto a lo que pensamos, que tiene una entidad fraccionable en infinitas porciones coexistentes, y que eso explicaría un abanico de fenómenos que van desde el déja vu hasta los ovnis. No es que lo crea: es una hipótesis.
Hace poco vi un documental que contenía una idea interesante: la de que el corazón tiene memoria. En sucesivos testimonios, varios transplantados juraban que sus personalidades, gustos y tendencias habían cambiado, y ahora se parecían al donante en muchos más aspectos de los que serían razonables por el azar. La mujer que nunca había tomado cerveza se moría por ella, el semianalfabeto se ponía a escribir poemas, el comerciante se transformaba en atleta. Por supuesto, es una hipótesis no probada, mirada con escepticismo por muchos científicos. Pero, ¿y si fuera así?
En este punto, el interés científico se desvanece y deja paso al humor negro. Porque se me ocurre, por ejemplo, que si fuera así, lo pensaría dos veces antes de recibir el corazón de un suicida.
No hay caso: no puedo tomarme esto en serio, ni siquiera hipotéticamente.
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