El de la ferretería lo había dicho en broma: ahora usted va a salir de aquí con esto en la mano, agrediendo al público. O puede ir practicando esgrima. Me reí por la ocurrencia, pero cuando salí a la calle sentí que ese objeto tenía lo suyo. No es algo común llevar en la mano un barral de madera de dos metros de largo. En la ferretería, o más tarde, cuando estuviera colocado en la pared como corresponde, era algo que servía para sostener una cortina. Pero en ese momento era otra cosa. Algo que intimidaba. Algo con lo cual se podía lastimar. Algo que confería un poder especial. Un arma defensiva, tal vez, para sentirse más seguros en los tiempos que corren. Cuidado con el que se atraviese conmigo. Me pareció que la gente se apartaba sutilmente a mi paso. Cuando entré al quiosco, dos chicas que estaban charlando se quedaron calladas, y hasta sentí la necesidad de aclarar que no pensaba hacerles nada. Medio en broma, también, pero por las dudas.
Hasta los objetos más inocentes pueden investirse de maldad.
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