Desde hace un tiempo me torturo. No es una forma de decir: me someto a tortura física.
El médico me dijo que tenía que hacerlo todos los días. Al principio me negué, pero el vértigo no se va. El proceso es penoso, pero los síntomas de esto que me diagnosticaron como “sindrome posicional paroxístico benigno” también lo son. Así que, luego de la segunda visita al especialista, me convencí de que no había otro camino.
Lo que tengo podría describirse casi poéticamente como una rebelión en el laberinto. En la parte más profunda del oído hay una especie de piedritas que se desprenden, o se mueven, o lo que sea, y ahí se produce la hecatombe. Empieza con la pérdida súbita del equilibrio (me caí sin remedio, con moretón y todo) y sigue con inestabilidad, malestar, náuseas y lindezas por el estilo. Hasta que esas piedritas (otolitos, les dicen) no se fijen en el sitio adecuado, el mundo se bambolea cada vez que hago un movimiento inadecuado con la cabeza. Quiero aclarar que inadecuado puede ser, en este caso, mirar hacia un estante que está por encima de mi altura. O tratar de recoger algo del suelo sin flexionar las rodillas por completo. Para huir de estas limitaciones, decidí hacer algo; es por eso que me torturo casi a diario.
La tortura consiste en provocarme el mareo paroxístico (no sé si se llama así, pero lo define bastante bien) de una forma controlada. Tengo que sentarme en el medio de la cama, mirar hacia la derecha (la cosa es en el oído derecho), dejarme caer de espaldas de modo que la cabeza quede colgando de costado, y mirar un punto fijo. Por unos segundos se produce un mareo violento y después todo se aquieta. Entonces, tengo que volver rápidamente a la posición inicial para que vuelva el mareo. Se supone que en algún momento, todas estas maniobras logran poner las cosas (los otolitos) en su lugar. Pero las cosas (los otolitos) no se dan por enteradas. Y a estas alturas, después de casi dos meses, ya me está dando miedo de que la tortura se transforme en costumbre.
martes, 31 de agosto de 2010
viernes, 20 de agosto de 2010
Paroxismo
Había algo que estaba claro: tenía que quedarse quieta. Era la única manera de evitar que el resto del mundo se agitara sin control. Podía mover un poco los pies, y también los brazos y las manos; pero de ninguna manera la cabeza y el tronco. Era muy importante conservar ese plano en el que había conseguido, por un rato, hacer que las cosas se aquietaran. Podía palpar, siempre sin mirar, una superficie irregular que había quedado debajo de su mano izquierda en la alfombra sobre la que permanecía acostada. Lo primero que notó fue la frialdad de esa cosa. Parecía un tejido metálico hecho de partes que funcionaban con autonomía, que rodaban al impulso de los dedos.
Tenía tiempo para pensar, ya que no podía moverse; así que se propuso formular todas las hipótesis que fueran necesarias para descubrir qué era lo que estaba tocando. Sin que supiera por qué, el contacto con esa textura fría la tranquilizaba. El primer pensamiento la llevó a un líquido; después lo descartó: ningún líquido se comportaría de ese modo. Tal vez, lo que se estaba volviendo líquido era el interior de su cabeza. No estaría mal, era mucho mejor dejar que los pensamientos flotaran en lugar de saltar enloquecidos dentro de las costillas, ya por completo fuera de su territorio, si es que alguna vez habían tenido uno propio.
Como siempre, el conocimiento le fue dado en forma abrupta, encerrado en una burbuja que explotó luego de emerger de entre los billones de mensajes que guardaba su cabeza vaya a saberse para qué.
Hacía frío y no podía acceder al control remoto del aire acondicionado, y además estaba desabrigada. Pero de algún modo había conseguido, a pesar de todo, alcanzar el teléfono inalámbrico para pedir ayuda, y ahora lo sujetaba con la mano derecha sobre el pecho, como un crucifijo o un amuleto. Por lo menos no tendría que gritar.
Diez minutos atrás, al inclinarse ella sobre la mesa baja de la sala de estar, la casa se había movido: había hecho un giro de noventa grados hacia el norte. Sin embargo, cuando trató de incorporarse, la casa volvió a girar, esta vez en sentido contrario; por eso ahora se encontraba, como corresponde, en el suelo. Sufría palpitaciones y le dolía el costado sobre el que había caído, a la altura de la cadera; pero al menos tenía el teléfono. Al menos sabía que lo que descansaba bajo los dedos de su mano izquierda, eso que la acompañaría de manera incondicional durante todo el tiempo que tardara en llegar la ayuda, eran las alfileres salidas de la caja que ella había arrastrado, sin darse cuenta, al caer.
Tenía tiempo para pensar, ya que no podía moverse; así que se propuso formular todas las hipótesis que fueran necesarias para descubrir qué era lo que estaba tocando. Sin que supiera por qué, el contacto con esa textura fría la tranquilizaba. El primer pensamiento la llevó a un líquido; después lo descartó: ningún líquido se comportaría de ese modo. Tal vez, lo que se estaba volviendo líquido era el interior de su cabeza. No estaría mal, era mucho mejor dejar que los pensamientos flotaran en lugar de saltar enloquecidos dentro de las costillas, ya por completo fuera de su territorio, si es que alguna vez habían tenido uno propio.
Como siempre, el conocimiento le fue dado en forma abrupta, encerrado en una burbuja que explotó luego de emerger de entre los billones de mensajes que guardaba su cabeza vaya a saberse para qué.
Hacía frío y no podía acceder al control remoto del aire acondicionado, y además estaba desabrigada. Pero de algún modo había conseguido, a pesar de todo, alcanzar el teléfono inalámbrico para pedir ayuda, y ahora lo sujetaba con la mano derecha sobre el pecho, como un crucifijo o un amuleto. Por lo menos no tendría que gritar.
Diez minutos atrás, al inclinarse ella sobre la mesa baja de la sala de estar, la casa se había movido: había hecho un giro de noventa grados hacia el norte. Sin embargo, cuando trató de incorporarse, la casa volvió a girar, esta vez en sentido contrario; por eso ahora se encontraba, como corresponde, en el suelo. Sufría palpitaciones y le dolía el costado sobre el que había caído, a la altura de la cadera; pero al menos tenía el teléfono. Al menos sabía que lo que descansaba bajo los dedos de su mano izquierda, eso que la acompañaría de manera incondicional durante todo el tiempo que tardara en llegar la ayuda, eran las alfileres salidas de la caja que ella había arrastrado, sin darse cuenta, al caer.
viernes, 6 de agosto de 2010
Inflación de la palabra
Un virus desconocido estaba atacando las cuerdas vocales de una gran parte de la humanidad. Era un virus selectivo: sin que nadie supiera por qué, sólo afectaba a las personas que hablaban aun sin tener nada para decir. En consecuencia, eran muy pocos los que estaba a salvo.
Las emisoras de radio fueron languideciendo hasta casi enmudecer, y una tristeza incontenible ganó los corazones de millones de oyentes que solían encontrar alivio en esas voces amigas, aunque sólo fuera por conocidas.
Quedaban las grabaciones y la música, pero ya casi nadie decía cosas de verdad. Algunos de los pocos que no habían sufrido el embate del virus, los menos tímidos, empezaron a usar los micrófonos de radios y canales de televisión. Eran los que sí tenían algo para decir.
Muchos de ellos no tenían ninguna experiencia en ese oficio, y carecían de los trucos que les permiten a los experimentados mantener la comunicación a la vez que dan la impresión de estar diciendo algo verdadero. Entonces se arreglaban como podían, tratando de evitar las repeticiones.
Poco a poco, los que estaban del otro lado fueron dándose cuenta de que nadie tiene tantas cosas para decir, y aceptaban con gusto ese nuevo ritmo. Los nuevos hablantes se adaptaron también a la nueva situación, y sólo hablaban cuando sabían que podían decir ALGO.
La inexperiencia y el pudor hacían que, en cada emisión, se produjeran con frecuencia largos silencios; pero, para consuelo de muchos, eran unos silencios cargados de sabiduría.
Las emisoras de radio fueron languideciendo hasta casi enmudecer, y una tristeza incontenible ganó los corazones de millones de oyentes que solían encontrar alivio en esas voces amigas, aunque sólo fuera por conocidas.
Quedaban las grabaciones y la música, pero ya casi nadie decía cosas de verdad. Algunos de los pocos que no habían sufrido el embate del virus, los menos tímidos, empezaron a usar los micrófonos de radios y canales de televisión. Eran los que sí tenían algo para decir.
Muchos de ellos no tenían ninguna experiencia en ese oficio, y carecían de los trucos que les permiten a los experimentados mantener la comunicación a la vez que dan la impresión de estar diciendo algo verdadero. Entonces se arreglaban como podían, tratando de evitar las repeticiones.
Poco a poco, los que estaban del otro lado fueron dándose cuenta de que nadie tiene tantas cosas para decir, y aceptaban con gusto ese nuevo ritmo. Los nuevos hablantes se adaptaron también a la nueva situación, y sólo hablaban cuando sabían que podían decir ALGO.
La inexperiencia y el pudor hacían que, en cada emisión, se produjeran con frecuencia largos silencios; pero, para consuelo de muchos, eran unos silencios cargados de sabiduría.
jueves, 15 de julio de 2010
Igualdad de derechos
A partir de la nueva ley de matrimonio civil, todos los argentinos estamos en condiciones de probar un poco del llamado “orgullo gay”. Y para eso, en el día de hoy, no hace falta ser gay: basta con ser del primer país de América Latina que permite casarse a las parejas de homosexuales. Aplausos para los diputados y senadores de diferentes partidos políticos que votaron a favor.
domingo, 11 de julio de 2010
Matrimonio civil: curas, abstenerse
Por favor, que alguien les avise que estamos en el siglo XXI. Que lean algún libro de Margaret Mead, la antropóloga del siglo pasado que se metía en sociedades donde la estructura familiar era completamente distinta a la única reconocida por la iglesia. Aunque sea, que miren el Discovery Channel, o el National Geographic, que cada dos por tres se despachan con documentales sobre pueblos cuyos niños son criados por sus tíos maternos y a nadie se le mueve un pelo. Donde podemos conocer sociedades que reconocen tres y hasta cuatro géneros, en México o en la India.
Y todavía preguntan, con cara de inocencia, si deberemos enseñarles a los chicos que la familia cambió. Pero claro que cambió. Y va a seguir cambiando. Ayer, mi nieta de siete años vio en el diario una foto de una pareja gay. Uno de ellos llevaba un ramo de flores en la mano, y ella, con una risita cómplice, dijo “se están casando”, y siguió jugando.
La realidad les pega cachetazos mientras ellos siguen durmiendo su sueño de poder vaticano e inmutable.
Por supuesto que Bergoglio y compañía no pueden reconocer que el matrimonio, la familia y hasta la forma de tener sexo son construcciones culturales, y no inscripciones divinas en el alma de los humanos. Ya les debe resultar bastante duro saber que nuestro mapa genético no es radicalmente distinto al de un gusano. Hay que hacer como que no pasa nada, como que nada cambia, la Tierra sigue siendo el centro del universo, el hombre fue hecho con barro por Dios, la mujer con una costilla del primer hombre, todo está escrito, el ser humano es una creación divina. Porque si pusieran todo eso en duda, tendrían que llegar a la misma conclusión que muchos de nosotros: que Dios es una creación del hombre, y no al revés.
Por eso, como dijo mi amiga Lía, ojalá que alguna vez alguien se atreva a ponerle el cascabel al gato, y pague el costo político —con la inmensa ganancia que eso traería para todos los argentinos— de separar la Iglesia del Estado.
Y todavía preguntan, con cara de inocencia, si deberemos enseñarles a los chicos que la familia cambió. Pero claro que cambió. Y va a seguir cambiando. Ayer, mi nieta de siete años vio en el diario una foto de una pareja gay. Uno de ellos llevaba un ramo de flores en la mano, y ella, con una risita cómplice, dijo “se están casando”, y siguió jugando.
La realidad les pega cachetazos mientras ellos siguen durmiendo su sueño de poder vaticano e inmutable.
Por supuesto que Bergoglio y compañía no pueden reconocer que el matrimonio, la familia y hasta la forma de tener sexo son construcciones culturales, y no inscripciones divinas en el alma de los humanos. Ya les debe resultar bastante duro saber que nuestro mapa genético no es radicalmente distinto al de un gusano. Hay que hacer como que no pasa nada, como que nada cambia, la Tierra sigue siendo el centro del universo, el hombre fue hecho con barro por Dios, la mujer con una costilla del primer hombre, todo está escrito, el ser humano es una creación divina. Porque si pusieran todo eso en duda, tendrían que llegar a la misma conclusión que muchos de nosotros: que Dios es una creación del hombre, y no al revés.
Por eso, como dijo mi amiga Lía, ojalá que alguna vez alguien se atreva a ponerle el cascabel al gato, y pague el costo político —con la inmensa ganancia que eso traería para todos los argentinos— de separar la Iglesia del Estado.
miércoles, 16 de junio de 2010
Catorce toneladas de bombas
Trescientos muertos. Dos mil heridos. Setenta y nueve personas lisiadas para siempre. El estupor sin medida de millones de personas ante un ataque concentrado en la plaza más simbólica de un país que no estaba en guerra: la Plaza de Mayo de la ciudad de Buenos Aires.
Al mediodía de ese 16 de junio de 1955, mi madre (o mi abuela, no estoy segura) estaba haciéndome el moño del guardapolvo. Los guardapolvos eran tableados y tenían en la cintura un lazo que se ataba por detrás con crujidos de almidón recién planchado. Alguien, en la casa, se asomó al balcón. Desde abajo llegó, quebrada por la incredulidad y el miedo, la voz de una vecina que corría por el pasillo interior del viejo edificio en el que vivíamos, apenas a siete cuadras de la Plaza de Mayo:
–¡Se sublevó la marina de guerra!
Durante meses, el tema de conversación excluyente en todos los hogares fue el bombardeo.
Mucho tiempo después se conocieron los entretelones. Por ejemplo, que un mayor del ejército le había transmitido al secretario general de la CGT la siguiente orden del general Perón:
–Ni un solo obrero debe ir a la Plaza de Mayo. Estos asesinos no vacilarán en tirar contra ellos. Ésta es una cosa de soldados. Yo no quiero sobrevivir sobre una montaña de cadáveres de trabajadores.
Sin embargo, los obreros salieron a la calle al grito de “¡Pe-rón, Pe-rón!” Muchos cayeron al recibir ráfagas aéreas, o quedaron atrapados entre dos fuegos.
En casa, el estruendo de las bombas era muy diferente al de las películas de guerra. Los dos balcones daban al norte, hacia la masacre. El cielo invernal se animó de una manera imposible: aviones que avanzaban desde el oeste, mientras unos signos de admiración asomaban por debajo de ellos para caer en diagonal y producir ese ruido infernal apenas unos segundos después. No entiendo cómo mis padres me dejaron mirar eso. En esa época no existía el horario de protección al menor.
Mi abuela preparaba té de tilo, la señora del departamento de enfrente entraba y salía de casa rezando, yo coloreaba un mapa de las islas Malvinas. Los bordes eran verde claro.
Esa tarde, los sublevados, atrincherados en la Secretaría de Marina, desplegaron una bandera blanca. Según las reglas militares, eso sólo podía significar dos cosas: diálogo o rendición. El general peronista Juan José Valle y otros oficiales leales a Perón se dirigieron a ese lugar para parlamentar, con instrucciones de ser tolerantes con los rebeldes. Apenas se acercaron al edificio, la bandera blanca fue arriada. Los recibió una ráfaga de ametralladora.
En la radio, la impostada voz de un militar decía cosas incomprensibles para mis nueve años de entonces, pero el tono era inconfundible. Yo esperaba en silencio que terminara (y no terminaba nunca) porque ansiaba oir la voz de Perón, con la certeza de que ése era el único sonido que podría tranquilizarme en ese momento.
Hace unos días me di cuenta de que, cuando los de mi generación ya no estemos, no habrá nadie que pueda relatar algo parecido a esto.
Al mediodía de ese 16 de junio de 1955, mi madre (o mi abuela, no estoy segura) estaba haciéndome el moño del guardapolvo. Los guardapolvos eran tableados y tenían en la cintura un lazo que se ataba por detrás con crujidos de almidón recién planchado. Alguien, en la casa, se asomó al balcón. Desde abajo llegó, quebrada por la incredulidad y el miedo, la voz de una vecina que corría por el pasillo interior del viejo edificio en el que vivíamos, apenas a siete cuadras de la Plaza de Mayo:
–¡Se sublevó la marina de guerra!
Durante meses, el tema de conversación excluyente en todos los hogares fue el bombardeo.
Mucho tiempo después se conocieron los entretelones. Por ejemplo, que un mayor del ejército le había transmitido al secretario general de la CGT la siguiente orden del general Perón:
–Ni un solo obrero debe ir a la Plaza de Mayo. Estos asesinos no vacilarán en tirar contra ellos. Ésta es una cosa de soldados. Yo no quiero sobrevivir sobre una montaña de cadáveres de trabajadores.
Sin embargo, los obreros salieron a la calle al grito de “¡Pe-rón, Pe-rón!” Muchos cayeron al recibir ráfagas aéreas, o quedaron atrapados entre dos fuegos.
En casa, el estruendo de las bombas era muy diferente al de las películas de guerra. Los dos balcones daban al norte, hacia la masacre. El cielo invernal se animó de una manera imposible: aviones que avanzaban desde el oeste, mientras unos signos de admiración asomaban por debajo de ellos para caer en diagonal y producir ese ruido infernal apenas unos segundos después. No entiendo cómo mis padres me dejaron mirar eso. En esa época no existía el horario de protección al menor.
Mi abuela preparaba té de tilo, la señora del departamento de enfrente entraba y salía de casa rezando, yo coloreaba un mapa de las islas Malvinas. Los bordes eran verde claro.
Esa tarde, los sublevados, atrincherados en la Secretaría de Marina, desplegaron una bandera blanca. Según las reglas militares, eso sólo podía significar dos cosas: diálogo o rendición. El general peronista Juan José Valle y otros oficiales leales a Perón se dirigieron a ese lugar para parlamentar, con instrucciones de ser tolerantes con los rebeldes. Apenas se acercaron al edificio, la bandera blanca fue arriada. Los recibió una ráfaga de ametralladora.
En la radio, la impostada voz de un militar decía cosas incomprensibles para mis nueve años de entonces, pero el tono era inconfundible. Yo esperaba en silencio que terminara (y no terminaba nunca) porque ansiaba oir la voz de Perón, con la certeza de que ése era el único sonido que podría tranquilizarme en ese momento.
Hace unos días me di cuenta de que, cuando los de mi generación ya no estemos, no habrá nadie que pueda relatar algo parecido a esto.
miércoles, 9 de junio de 2010
Viscosidad de la quietud
Los primeros momentos de quietud son los más fáciles. El recuerdo de la movilidad es todavía muy fresco, y el cuerpo sigue en una especie de inercia celebratoria que podría confundirse con el placer. El cansancio, y hasta el dolor, tienen un carácter dulce que por momentos es comparable a la euforia. La certeza de que esa inmovilidad es temporal libera los músculos que, confiados, se relajan y descansan en un estado de despreocupación inesperada. La única preocupación es, en esa etapa, evitar las posturas y los movimientos dolorosos.
Con el paso de los días, la conciencia transforma ese estado inicial en una condición instalada. El pensamiento profundo no reconoce el origen de la quietud, y es como si hubiera tenido lugar desde siempre. La euforia se transforma en aburrimiento y fastidio, la sensación de paz da lugar a la ansiedad.
Ahora, la quietud es un molusco gigante y pesado que se adhiere a la piel; en esta etapa hay que hacer un gran esfuerzo para no caer en el desgano, inventarse actividades con los movimientos permitidos, soportar el confinamiento. Aceptar estoicamente la dependencia.
No sé cómo será la próxima etapa, pero me ayuda pensar que dentro de diez días, si todo sale bien, el médico va a mirar la radiografía de mi pie izquierdo y va a decretar que ya está bien, que ya puedo empezar a caminar como una persona normal, sin esos movimientos limitados y patosos que me confiere la bota especial que estoy usando para desplazarme por el interior de mi casa desde que me operaron.
Con el paso de los días, la conciencia transforma ese estado inicial en una condición instalada. El pensamiento profundo no reconoce el origen de la quietud, y es como si hubiera tenido lugar desde siempre. La euforia se transforma en aburrimiento y fastidio, la sensación de paz da lugar a la ansiedad.
Ahora, la quietud es un molusco gigante y pesado que se adhiere a la piel; en esta etapa hay que hacer un gran esfuerzo para no caer en el desgano, inventarse actividades con los movimientos permitidos, soportar el confinamiento. Aceptar estoicamente la dependencia.
No sé cómo será la próxima etapa, pero me ayuda pensar que dentro de diez días, si todo sale bien, el médico va a mirar la radiografía de mi pie izquierdo y va a decretar que ya está bien, que ya puedo empezar a caminar como una persona normal, sin esos movimientos limitados y patosos que me confiere la bota especial que estoy usando para desplazarme por el interior de mi casa desde que me operaron.
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