Los primeros momentos de quietud son los más fáciles. El recuerdo de la movilidad es todavía muy fresco, y el cuerpo sigue en una especie de inercia celebratoria que podría confundirse con el placer. El cansancio, y hasta el dolor, tienen un carácter dulce que por momentos es comparable a la euforia. La certeza de que esa inmovilidad es temporal libera los músculos que, confiados, se relajan y descansan en un estado de despreocupación inesperada. La única preocupación es, en esa etapa, evitar las posturas y los movimientos dolorosos.
Con el paso de los días, la conciencia transforma ese estado inicial en una condición instalada. El pensamiento profundo no reconoce el origen de la quietud, y es como si hubiera tenido lugar desde siempre. La euforia se transforma en aburrimiento y fastidio, la sensación de paz da lugar a la ansiedad.
Ahora, la quietud es un molusco gigante y pesado que se adhiere a la piel; en esta etapa hay que hacer un gran esfuerzo para no caer en el desgano, inventarse actividades con los movimientos permitidos, soportar el confinamiento. Aceptar estoicamente la dependencia.
No sé cómo será la próxima etapa, pero me ayuda pensar que dentro de diez días, si todo sale bien, el médico va a mirar la radiografía de mi pie izquierdo y va a decretar que ya está bien, que ya puedo empezar a caminar como una persona normal, sin esos movimientos limitados y patosos que me confiere la bota especial que estoy usando para desplazarme por el interior de mi casa desde que me operaron.
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