miércoles, 16 de junio de 2010

Catorce toneladas de bombas

Trescientos muertos. Dos mil heridos. Setenta y nueve personas lisiadas para siempre. El estupor sin medida de millones de personas ante un ataque concentrado en la plaza más simbólica de un país que no estaba en guerra: la Plaza de Mayo de la ciudad de Buenos Aires.

Al mediodía de ese 16 de junio de 1955, mi madre (o mi abuela, no estoy segura) estaba haciéndome el moño del guardapolvo. Los guardapolvos eran tableados y tenían en la cintura un lazo que se ataba por detrás con crujidos de almidón recién planchado. Alguien, en la casa, se asomó al balcón. Desde abajo llegó, quebrada por la incredulidad y el miedo, la voz de una vecina que corría por el pasillo interior del viejo edificio en el que vivíamos, apenas a siete cuadras de la Plaza de Mayo:

–¡Se sublevó la marina de guerra!

Durante meses, el tema de conversación excluyente en todos los hogares fue el bombardeo.

Mucho tiempo después se conocieron los entretelones. Por ejemplo, que un mayor del ejército le había transmitido al secretario general de la CGT la siguiente orden del general Perón:

–Ni un solo obrero debe ir a la Plaza de Mayo. Estos asesinos no vacilarán en tirar contra ellos. Ésta es una cosa de soldados. Yo no quiero sobrevivir sobre una montaña de cadáveres de trabajadores.

Sin embargo, los obreros salieron a la calle al grito de “¡Pe-rón, Pe-rón!” Muchos cayeron al recibir ráfagas aéreas, o quedaron atrapados entre dos fuegos.

En casa, el estruendo de las bombas era muy diferente al de las películas de guerra. Los dos balcones daban al norte, hacia la masacre. El cielo invernal se animó de una manera imposible: aviones que avanzaban desde el oeste, mientras unos signos de admiración asomaban por debajo de ellos para caer en diagonal y producir ese ruido infernal apenas unos segundos después. No entiendo cómo mis padres me dejaron mirar eso. En esa época no existía el horario de protección al menor.

Mi abuela preparaba té de tilo, la señora del departamento de enfrente entraba y salía de casa rezando, yo coloreaba un mapa de las islas Malvinas. Los bordes eran verde claro.

Esa tarde, los sublevados, atrincherados en la Secretaría de Marina, desplegaron una bandera blanca. Según las reglas militares, eso sólo podía significar dos cosas: diálogo o rendición. El general peronista Juan José Valle y otros oficiales leales a Perón se dirigieron a ese lugar para parlamentar, con instrucciones de ser tolerantes con los rebeldes. Apenas se acercaron al edificio, la bandera blanca fue arriada. Los recibió una ráfaga de ametralladora.

En la radio, la impostada voz de un militar decía cosas incomprensibles para mis nueve años de entonces, pero el tono era inconfundible. Yo esperaba en silencio que terminara (y no terminaba nunca) porque ansiaba oir la voz de Perón, con la certeza de que ése era el único sonido que podría tranquilizarme en ese momento.

Hace unos días me di cuenta de que, cuando los de mi generación ya no estemos, no habrá nadie que pueda relatar algo parecido a esto.

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