Por favor, que alguien les avise que estamos en el siglo XXI. Que lean algún libro de Margaret Mead, la antropóloga del siglo pasado que se metía en sociedades donde la estructura familiar era completamente distinta a la única reconocida por la iglesia. Aunque sea, que miren el Discovery Channel, o el National Geographic, que cada dos por tres se despachan con documentales sobre pueblos cuyos niños son criados por sus tíos maternos y a nadie se le mueve un pelo. Donde podemos conocer sociedades que reconocen tres y hasta cuatro géneros, en México o en la India.
Y todavía preguntan, con cara de inocencia, si deberemos enseñarles a los chicos que la familia cambió. Pero claro que cambió. Y va a seguir cambiando. Ayer, mi nieta de siete años vio en el diario una foto de una pareja gay. Uno de ellos llevaba un ramo de flores en la mano, y ella, con una risita cómplice, dijo “se están casando”, y siguió jugando.
La realidad les pega cachetazos mientras ellos siguen durmiendo su sueño de poder vaticano e inmutable.
Por supuesto que Bergoglio y compañía no pueden reconocer que el matrimonio, la familia y hasta la forma de tener sexo son construcciones culturales, y no inscripciones divinas en el alma de los humanos. Ya les debe resultar bastante duro saber que nuestro mapa genético no es radicalmente distinto al de un gusano. Hay que hacer como que no pasa nada, como que nada cambia, la Tierra sigue siendo el centro del universo, el hombre fue hecho con barro por Dios, la mujer con una costilla del primer hombre, todo está escrito, el ser humano es una creación divina. Porque si pusieran todo eso en duda, tendrían que llegar a la misma conclusión que muchos de nosotros: que Dios es una creación del hombre, y no al revés.
Por eso, como dijo mi amiga Lía, ojalá que alguna vez alguien se atreva a ponerle el cascabel al gato, y pague el costo político —con la inmensa ganancia que eso traería para todos los argentinos— de separar la Iglesia del Estado.
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