Desde hace un tiempo me torturo. No es una forma de decir: me someto a tortura física.
El médico me dijo que tenía que hacerlo todos los días. Al principio me negué, pero el vértigo no se va. El proceso es penoso, pero los síntomas de esto que me diagnosticaron como “sindrome posicional paroxístico benigno” también lo son. Así que, luego de la segunda visita al especialista, me convencí de que no había otro camino.
Lo que tengo podría describirse casi poéticamente como una rebelión en el laberinto. En la parte más profunda del oído hay una especie de piedritas que se desprenden, o se mueven, o lo que sea, y ahí se produce la hecatombe. Empieza con la pérdida súbita del equilibrio (me caí sin remedio, con moretón y todo) y sigue con inestabilidad, malestar, náuseas y lindezas por el estilo. Hasta que esas piedritas (otolitos, les dicen) no se fijen en el sitio adecuado, el mundo se bambolea cada vez que hago un movimiento inadecuado con la cabeza. Quiero aclarar que inadecuado puede ser, en este caso, mirar hacia un estante que está por encima de mi altura. O tratar de recoger algo del suelo sin flexionar las rodillas por completo. Para huir de estas limitaciones, decidí hacer algo; es por eso que me torturo casi a diario.
La tortura consiste en provocarme el mareo paroxístico (no sé si se llama así, pero lo define bastante bien) de una forma controlada. Tengo que sentarme en el medio de la cama, mirar hacia la derecha (la cosa es en el oído derecho), dejarme caer de espaldas de modo que la cabeza quede colgando de costado, y mirar un punto fijo. Por unos segundos se produce un mareo violento y después todo se aquieta. Entonces, tengo que volver rápidamente a la posición inicial para que vuelva el mareo. Se supone que en algún momento, todas estas maniobras logran poner las cosas (los otolitos) en su lugar. Pero las cosas (los otolitos) no se dan por enteradas. Y a estas alturas, después de casi dos meses, ya me está dando miedo de que la tortura se transforme en costumbre.
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