viernes, 20 de agosto de 2010

Paroxismo

Había algo que estaba claro: tenía que quedarse quieta. Era la única manera de evitar que el resto del mundo se agitara sin control. Podía mover un poco los pies, y también los brazos y las manos; pero de ninguna manera la cabeza y el tronco. Era muy importante conservar ese plano en el que había conseguido, por un rato, hacer que las cosas se aquietaran. Podía palpar, siempre sin mirar, una superficie irregular que había quedado debajo de su mano izquierda en la alfombra sobre la que permanecía acostada. Lo primero que notó fue la frialdad de esa cosa. Parecía un tejido metálico hecho de partes que funcionaban con autonomía, que rodaban al impulso de los dedos.

Tenía tiempo para pensar, ya que no podía moverse; así que se propuso formular todas las hipótesis que fueran necesarias para descubrir qué era lo que estaba tocando. Sin que supiera por qué, el contacto con esa textura fría la tranquilizaba. El primer pensamiento la llevó a un líquido; después lo descartó: ningún líquido se comportaría de ese modo. Tal vez, lo que se estaba volviendo líquido era el interior de su cabeza. No estaría mal, era mucho mejor dejar que los pensamientos flotaran en lugar de saltar enloquecidos dentro de las costillas, ya por completo fuera de su territorio, si es que alguna vez habían tenido uno propio.

Como siempre, el conocimiento le fue dado en forma abrupta, encerrado en una burbuja que explotó luego de emerger de entre los billones de mensajes que guardaba su cabeza vaya a saberse para qué.

Hacía frío y no podía acceder al control remoto del aire acondicionado, y además estaba desabrigada. Pero de algún modo había conseguido, a pesar de todo, alcanzar el teléfono inalámbrico para pedir ayuda, y ahora lo sujetaba con la mano derecha sobre el pecho, como un crucifijo o un amuleto. Por lo menos no tendría que gritar.

Diez minutos atrás, al inclinarse ella sobre la mesa baja de la sala de estar, la casa se había movido: había hecho un giro de noventa grados hacia el norte. Sin embargo, cuando trató de incorporarse, la casa volvió a girar, esta vez en sentido contrario; por eso ahora se encontraba, como corresponde, en el suelo. Sufría palpitaciones y le dolía el costado sobre el que había caído, a la altura de la cadera; pero al menos tenía el teléfono. Al menos sabía que lo que descansaba bajo los dedos de su mano izquierda, eso que la acompañaría de manera incondicional durante todo el tiempo que tardara en llegar la ayuda, eran las alfileres salidas de la caja que ella había arrastrado, sin darse cuenta, al caer.

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