Por estos días, una serie de recuerdos inesperados se me aparecen de golpe y reclaman con fuerza mi atención consciente. La convocatoria de varias compañeras de la escuela secundaria a reunirnos después de muchos, muchos años, me llevó a conectarme con ellas; y se están produciendo unos interesantes intercambios con los que no soñaba ni remotamente. Pero lo más importante es que, al calor de los e-mails que van y vienen, brotan esas evocaciones entrañables que parecen venir de otra dimensión, algunas con una claridad increíble.
Noviembre de 1963. Ensayamos una obra que vamos a representar delante de todo el colegio. Es rara; la escena es un “saloon” del lejano oeste, y hay una voz que relata la acción con el fondo de una música que, una de dos, es o La hora señalada o Campos Verdes. Pero lo central de la puesta es que cada una de las cosas que hay en el escenario –la barra de tragos, las mesas, la estantería con las botellas– somos nosotras. Yo hago de puerta batiente, junto con otra compañera; y hay que ver cómo nos entrenamos para movernos sobre los “ejes laterales” (la pierna izquierda de una y la derecha de la otra) cada vez que alguien entra. Y cómo festejamos al final, completamente liberadas de nuestros goznes, bailando algo parecido a un twist.
Mientras escribo esto, me doy cuenta de una coincidencia en la que nunca había reparado. Es mismo día, al volver del ensayo (en la casa de una compañera), el televisor blanco y negro de mi casa muestra durante horas la misma desgarradora escena: cientos de personas llorando la muerte de Kennedy. Entre tantas producciones posibles, mis compañeras y yo habíamos elegido justo ésa; el relato emblemático de un lugar remoto que no nos pertenecía, pero que ese día, como un terremoto histórico, se metía en los hogares de todo el mundo.
martes, 2 de agosto de 2011
jueves, 23 de junio de 2011
Cerebros vacunos
En la radio, un médico psiquiatra dice que tenemos un cerebro que es más mamífero que intelectual. Lo dice para explicar, en parte, por qué se producen hechos de violencia en los partidos de fútbol. Inmediatamente, pienso “qué hazaña, la humanidad; cómo pudimos llegar a lo que somos, con un cerebro tan primario”.
Hay otros ejemplos, además de las conocidas acciones vandálicas de los fanáticos del deporte. Tener un cerebro predominantemente mamífero explicaría también la obnubilación de la razón que producen las pasiones amorosas, el estado de idiotez que se puede atravesar durante un enamoramiento. Pero resulta que la pasión y la locura también forman parte de los grandes descubrimientos, de los avances científicos más rotundos, de las obras de arte más sublimes; y sin esa llama no podríamos concebir la patada de Galileo, las vacunas, los viajes a la Luna, Beethoven, Da Vinci, Einstein o Madame Curie. Cuánto faltará, entonces, para que nuestros cerebros de vaca aprendan a poner esa fuerza bruta en un lugar que nos vuelva un poco más humanos.
Hay otros ejemplos, además de las conocidas acciones vandálicas de los fanáticos del deporte. Tener un cerebro predominantemente mamífero explicaría también la obnubilación de la razón que producen las pasiones amorosas, el estado de idiotez que se puede atravesar durante un enamoramiento. Pero resulta que la pasión y la locura también forman parte de los grandes descubrimientos, de los avances científicos más rotundos, de las obras de arte más sublimes; y sin esa llama no podríamos concebir la patada de Galileo, las vacunas, los viajes a la Luna, Beethoven, Da Vinci, Einstein o Madame Curie. Cuánto faltará, entonces, para que nuestros cerebros de vaca aprendan a poner esa fuerza bruta en un lugar que nos vuelva un poco más humanos.
martes, 3 de mayo de 2011
No funcionó
Cuando a Obama le otorgaron el Nobel de la Paz, algunos pensamos que los miembros de esa academia lo hacían convencidos de que el premio iba a obrar como estímulo. Creyeron, tal vez, que Obama se iba a sentir un poco más obligado, para estar a la altura de la distinción, a contribuir con la tan vapuleada paz. No funcionó.
Lo de Guantánamo quedó en el olvido, los EE.UU. demostraron a cada paso que seguían siendo la fuerza militar más importante del mundo, y ahora festejan el empleo de métodos terroristas para abatir al que veían como principal enemigo, la encarnación misma del mal, el terrorista número uno del mundo. Tal vez estaban ansiosos por reemplazarlo en ese podio.
Lo de Guantánamo quedó en el olvido, los EE.UU. demostraron a cada paso que seguían siendo la fuerza militar más importante del mundo, y ahora festejan el empleo de métodos terroristas para abatir al que veían como principal enemigo, la encarnación misma del mal, el terrorista número uno del mundo. Tal vez estaban ansiosos por reemplazarlo en ese podio.
viernes, 8 de abril de 2011
Caída libre de las veleidades
Contra todas las leyes, y en virtud de una pirueta que espesó el aire bajo sus pies, comenzó a elevarse en medio de vítores y aplausos. Gracias a la ayuda de quienes tenían miedo de quedarse sin aire y ahora veían, en esta maniobra, una oportunidad de recuperarlo, la transformación en la densidad de este elemento fue acompañada para él, desde ese mismo instante, por una sensación de liviandad, de pérdida del lastre que traían aparejadas las obligaciones públicas y la responsabilidad.
Empezó, entonces, al tiempo que abría los brazos mientras posaba en el horizonte una mirada mayestática, primero a flotar con levedad, y después a subir. Abajo estaban los pobres terrestres que se había atrevido a expulsarlo de su morada, y también los nuevos aliados a quienes había traicionado, y que por eso mismo dejaban de considerarlo un amigo.
Nuevas bocas soplaban ahora para mantener ese aire inflado y espeso, y esto acrecentaba la ilusión de ascenso divino. Al principio, ayudar a alguien a ir en contra de la ley de gravedad era satisfactorio, porque en las bocanadas de aire expulsadas para sostenerlo en alto había mucho de desahogo, y al tiempo que soplaban emitían sus mejores insultos, y también mentiras, gritadas con una convicción y una moral tan altas que les parecían verdades.
Siguieron insuflando ese aire denso que lo impulsaba a elevarse, ayudados por una multitud que, encantada con la ilusión provocada por esos movimientos, seguía de cerca el elevamiento con la boca abierta por la admiración. Aquellos que lo habían condenado al destierro lo perdonaron, y vieron con entusiasmo la vuelta del hijo pródigo, que seguía allá, a cierta altura, saludando con una media sonrisa y sin hacer otra cosa que dejarse sostener.
Él, desde la altura, empezó a acariciar la idea de ocupar, en algún momento, el sitial de honor, desplazando a quienes habían sido sus socios hasta el momento de ese movimiento traicionero. Y, de paso, se convenció de que podía desplazar también a sus antiguos camaradas, quienes lo habían expulsado y ahora lo recibían en sus brazos como si fuera un estandarte. Pero nada de eso parecía estar sucediendo.
El error, para él, fue creer que se mantenía con los pies a distancia del suelo gracias a sus méritos, es decir, por aquel único movimiento inicial que lo había situado en ese lugar. El hecho es que, después de un tiempo, los insufladores empezaron a cansarse de él, y muchos dejaron de soplar. Muchas miradas dejaron de sostenerlo, y el aire empezó a perder densidad bajo sus pies. Y mientras se debatía pensando qué otro movimiento hacer para seguir subiendo o, al menos, para no perder altura, empezó a darse cuenta de que su caída había empezado y no había vuelta atrás. De vez en cuando, las veleidades también ceden ante la fuerza de gravedad.
Empezó, entonces, al tiempo que abría los brazos mientras posaba en el horizonte una mirada mayestática, primero a flotar con levedad, y después a subir. Abajo estaban los pobres terrestres que se había atrevido a expulsarlo de su morada, y también los nuevos aliados a quienes había traicionado, y que por eso mismo dejaban de considerarlo un amigo.
Nuevas bocas soplaban ahora para mantener ese aire inflado y espeso, y esto acrecentaba la ilusión de ascenso divino. Al principio, ayudar a alguien a ir en contra de la ley de gravedad era satisfactorio, porque en las bocanadas de aire expulsadas para sostenerlo en alto había mucho de desahogo, y al tiempo que soplaban emitían sus mejores insultos, y también mentiras, gritadas con una convicción y una moral tan altas que les parecían verdades.
Siguieron insuflando ese aire denso que lo impulsaba a elevarse, ayudados por una multitud que, encantada con la ilusión provocada por esos movimientos, seguía de cerca el elevamiento con la boca abierta por la admiración. Aquellos que lo habían condenado al destierro lo perdonaron, y vieron con entusiasmo la vuelta del hijo pródigo, que seguía allá, a cierta altura, saludando con una media sonrisa y sin hacer otra cosa que dejarse sostener.
Él, desde la altura, empezó a acariciar la idea de ocupar, en algún momento, el sitial de honor, desplazando a quienes habían sido sus socios hasta el momento de ese movimiento traicionero. Y, de paso, se convenció de que podía desplazar también a sus antiguos camaradas, quienes lo habían expulsado y ahora lo recibían en sus brazos como si fuera un estandarte. Pero nada de eso parecía estar sucediendo.
El error, para él, fue creer que se mantenía con los pies a distancia del suelo gracias a sus méritos, es decir, por aquel único movimiento inicial que lo había situado en ese lugar. El hecho es que, después de un tiempo, los insufladores empezaron a cansarse de él, y muchos dejaron de soplar. Muchas miradas dejaron de sostenerlo, y el aire empezó a perder densidad bajo sus pies. Y mientras se debatía pensando qué otro movimiento hacer para seguir subiendo o, al menos, para no perder altura, empezó a darse cuenta de que su caída había empezado y no había vuelta atrás. De vez en cuando, las veleidades también ceden ante la fuerza de gravedad.
miércoles, 23 de marzo de 2011
Improbabilidad de las verdades
Miles de verdades forman fila esperando ser escuchadas.
–¿Hay que sacar número? –pregunta una recién llegada. Nadie le contesta, todas hablan al mismo tiempo, no se entiende. La verdad nueva se instala como puede entre los últimos lugares de una fila que ya parece más bien un montón.
Quienes se supone que deberían escucharlas están obstaculizados, a su vez, por la propia necesidad de exponer sus propias versiones de la verdad, lo que agrava el cuadro: nadie llama, no se sabe cuándo empezarán a atenderlas, no hay alguien visible a quien reclamar orden, un mínimo de organización, aunque sea burocrática.
Con el aumento de la multitud va creciendo un fenómeno inesperado: las voces de las verdades, aunque agrias y destempladas, se vuelven cada vez más débiles. Sin demasiada convicción, tratan sin embargo de imponerse por sobre las demás, pisando los argumentos contrarios con exclamaciones como “pero”, “sin embargo”, “qué está diciendo”, “eso es mentira”, “están todos equivocados”, “acuérdese de cuando”, “no es así” y cosas por el estilo.
Unas cuantas horas después, las verdades lucen desgastadas y sin ánimo, como si no creyeran demasiado en sí mismas. Hay un sentimiento de inutilidad, de cansancio hueco, de falsedad extrema. Y una sensación que es más bien un descubrimiento (que seguramente habrán de olvidar al día siguiente) les va ganando la consciencia: cuantas más verdades hay, menor probabilidad existe de que sean legítimas.
–¿Hay que sacar número? –pregunta una recién llegada. Nadie le contesta, todas hablan al mismo tiempo, no se entiende. La verdad nueva se instala como puede entre los últimos lugares de una fila que ya parece más bien un montón.
Quienes se supone que deberían escucharlas están obstaculizados, a su vez, por la propia necesidad de exponer sus propias versiones de la verdad, lo que agrava el cuadro: nadie llama, no se sabe cuándo empezarán a atenderlas, no hay alguien visible a quien reclamar orden, un mínimo de organización, aunque sea burocrática.
Con el aumento de la multitud va creciendo un fenómeno inesperado: las voces de las verdades, aunque agrias y destempladas, se vuelven cada vez más débiles. Sin demasiada convicción, tratan sin embargo de imponerse por sobre las demás, pisando los argumentos contrarios con exclamaciones como “pero”, “sin embargo”, “qué está diciendo”, “eso es mentira”, “están todos equivocados”, “acuérdese de cuando”, “no es así” y cosas por el estilo.
Unas cuantas horas después, las verdades lucen desgastadas y sin ánimo, como si no creyeran demasiado en sí mismas. Hay un sentimiento de inutilidad, de cansancio hueco, de falsedad extrema. Y una sensación que es más bien un descubrimiento (que seguramente habrán de olvidar al día siguiente) les va ganando la consciencia: cuantas más verdades hay, menor probabilidad existe de que sean legítimas.
lunes, 14 de marzo de 2011
Palabras esterilizadas
Diálogo en la entrada al servicio de neonatología donde está internado Lorenzo, mi tercer nieto, mientras otra abuela y yo nos lavamos con jabón desinfectante antes de entrar, en el único ratito que tenemos por semana para verlos:
Yo:
–No hace mucha espuma esto, ¿no?
La otra abuela:
–No, pero lo importante es que es escéptico.
Yo:
–No hace mucha espuma esto, ¿no?
La otra abuela:
–No, pero lo importante es que es escéptico.
martes, 8 de febrero de 2011
Benteveo
Por segunda vez en dos días, un benteveo aterriza en la superficie de vidrio de la mesa de mi terraza. Ignoro si es el mismo benteveo, pero hace las mismas cosas que ayer. La lluvia ha dejado unos goterones gruesos que quedan suspendidos por un buen rato en la parte inferior del borde del vidrio, y el benteveo parece querer interpretar esa imagen, darle sentido. Con la manera especial de mirar de los pájaros, inclina la cabeza hacia uno y otro lado, como si buscara su mejor ojo. De a ratos picotea el vidrio, tal vez con la esperanza de que eso que brilla y tiembla al borde del precipicio esté, en realidad, de su lado. Para poder seguir mirándolo detrás de la puerta acristalada sin espantarlo, yo permanezco inmóvil. No me ve; al estar quieta, me transformo en un mueble más. Fiel a la hipótesis de que el benteveo investiga las gotas, deseo que cambie el punto de mira. Ahora se desplaza con dificultad por el vidrio mojado, va hacia el otro extremo de la mesa, se sacude las plumas, grita, picotea. Finalmente, salta hacia una de las sillas, luego a otra, y emprende el vuelo de regreso al árbol. Ojalá se decida a volver a investigar más tarde, y ojalá yo esté ahí para verlo.
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