Contra todas las leyes, y en virtud de una pirueta que espesó el aire bajo sus pies, comenzó a elevarse en medio de vítores y aplausos. Gracias a la ayuda de quienes tenían miedo de quedarse sin aire y ahora veían, en esta maniobra, una oportunidad de recuperarlo, la transformación en la densidad de este elemento fue acompañada para él, desde ese mismo instante, por una sensación de liviandad, de pérdida del lastre que traían aparejadas las obligaciones públicas y la responsabilidad.
Empezó, entonces, al tiempo que abría los brazos mientras posaba en el horizonte una mirada mayestática, primero a flotar con levedad, y después a subir. Abajo estaban los pobres terrestres que se había atrevido a expulsarlo de su morada, y también los nuevos aliados a quienes había traicionado, y que por eso mismo dejaban de considerarlo un amigo.
Nuevas bocas soplaban ahora para mantener ese aire inflado y espeso, y esto acrecentaba la ilusión de ascenso divino. Al principio, ayudar a alguien a ir en contra de la ley de gravedad era satisfactorio, porque en las bocanadas de aire expulsadas para sostenerlo en alto había mucho de desahogo, y al tiempo que soplaban emitían sus mejores insultos, y también mentiras, gritadas con una convicción y una moral tan altas que les parecían verdades.
Siguieron insuflando ese aire denso que lo impulsaba a elevarse, ayudados por una multitud que, encantada con la ilusión provocada por esos movimientos, seguía de cerca el elevamiento con la boca abierta por la admiración. Aquellos que lo habían condenado al destierro lo perdonaron, y vieron con entusiasmo la vuelta del hijo pródigo, que seguía allá, a cierta altura, saludando con una media sonrisa y sin hacer otra cosa que dejarse sostener.
Él, desde la altura, empezó a acariciar la idea de ocupar, en algún momento, el sitial de honor, desplazando a quienes habían sido sus socios hasta el momento de ese movimiento traicionero. Y, de paso, se convenció de que podía desplazar también a sus antiguos camaradas, quienes lo habían expulsado y ahora lo recibían en sus brazos como si fuera un estandarte. Pero nada de eso parecía estar sucediendo.
El error, para él, fue creer que se mantenía con los pies a distancia del suelo gracias a sus méritos, es decir, por aquel único movimiento inicial que lo había situado en ese lugar. El hecho es que, después de un tiempo, los insufladores empezaron a cansarse de él, y muchos dejaron de soplar. Muchas miradas dejaron de sostenerlo, y el aire empezó a perder densidad bajo sus pies. Y mientras se debatía pensando qué otro movimiento hacer para seguir subiendo o, al menos, para no perder altura, empezó a darse cuenta de que su caída había empezado y no había vuelta atrás. De vez en cuando, las veleidades también ceden ante la fuerza de gravedad.
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