Miles de verdades forman fila esperando ser escuchadas.
–¿Hay que sacar número? –pregunta una recién llegada. Nadie le contesta, todas hablan al mismo tiempo, no se entiende. La verdad nueva se instala como puede entre los últimos lugares de una fila que ya parece más bien un montón.
Quienes se supone que deberían escucharlas están obstaculizados, a su vez, por la propia necesidad de exponer sus propias versiones de la verdad, lo que agrava el cuadro: nadie llama, no se sabe cuándo empezarán a atenderlas, no hay alguien visible a quien reclamar orden, un mínimo de organización, aunque sea burocrática.
Con el aumento de la multitud va creciendo un fenómeno inesperado: las voces de las verdades, aunque agrias y destempladas, se vuelven cada vez más débiles. Sin demasiada convicción, tratan sin embargo de imponerse por sobre las demás, pisando los argumentos contrarios con exclamaciones como “pero”, “sin embargo”, “qué está diciendo”, “eso es mentira”, “están todos equivocados”, “acuérdese de cuando”, “no es así” y cosas por el estilo.
Unas cuantas horas después, las verdades lucen desgastadas y sin ánimo, como si no creyeran demasiado en sí mismas. Hay un sentimiento de inutilidad, de cansancio hueco, de falsedad extrema. Y una sensación que es más bien un descubrimiento (que seguramente habrán de olvidar al día siguiente) les va ganando la consciencia: cuantas más verdades hay, menor probabilidad existe de que sean legítimas.
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