martes, 2 de agosto de 2011

Suéltame, pasado

Por estos días, una serie de recuerdos inesperados se me aparecen de golpe y reclaman con fuerza mi atención consciente. La convocatoria de varias compañeras de la escuela secundaria a reunirnos después de muchos, muchos años, me llevó a conectarme con ellas; y se están produciendo unos interesantes intercambios con los que no soñaba ni remotamente. Pero lo más importante es que, al calor de los e-mails que van y vienen, brotan esas evocaciones entrañables que parecen venir de otra dimensión, algunas con una claridad increíble.

Noviembre de 1963. Ensayamos una obra que vamos a representar delante de todo el colegio. Es rara; la escena es un “saloon” del lejano oeste, y hay una voz que relata la acción con el fondo de una música que, una de dos, es o La hora señalada o Campos Verdes. Pero lo central de la puesta es que cada una de las cosas que hay en el escenario –la barra de tragos, las mesas, la estantería con las botellas– somos nosotras. Yo hago de puerta batiente, junto con otra compañera; y hay que ver cómo nos entrenamos para movernos sobre los “ejes laterales” (la pierna izquierda de una y la derecha de la otra) cada vez que alguien entra. Y cómo festejamos al final, completamente liberadas de nuestros goznes, bailando algo parecido a un twist.

Mientras escribo esto, me doy cuenta de una coincidencia en la que nunca había reparado. Es mismo día, al volver del ensayo (en la casa de una compañera), el televisor blanco y negro de mi casa muestra durante horas la misma desgarradora escena: cientos de personas llorando la muerte de Kennedy. Entre tantas producciones posibles, mis compañeras y yo habíamos elegido justo ésa; el relato emblemático de un lugar remoto que no nos pertenecía, pero que ese día, como un terremoto histórico, se metía en los hogares de todo el mundo.

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