En la radio, un médico psiquiatra dice que tenemos un cerebro que es más mamífero que intelectual. Lo dice para explicar, en parte, por qué se producen hechos de violencia en los partidos de fútbol. Inmediatamente, pienso “qué hazaña, la humanidad; cómo pudimos llegar a lo que somos, con un cerebro tan primario”.
Hay otros ejemplos, además de las conocidas acciones vandálicas de los fanáticos del deporte. Tener un cerebro predominantemente mamífero explicaría también la obnubilación de la razón que producen las pasiones amorosas, el estado de idiotez que se puede atravesar durante un enamoramiento. Pero resulta que la pasión y la locura también forman parte de los grandes descubrimientos, de los avances científicos más rotundos, de las obras de arte más sublimes; y sin esa llama no podríamos concebir la patada de Galileo, las vacunas, los viajes a la Luna, Beethoven, Da Vinci, Einstein o Madame Curie. Cuánto faltará, entonces, para que nuestros cerebros de vaca aprendan a poner esa fuerza bruta en un lugar que nos vuelva un poco más humanos.
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