miércoles, 5 de marzo de 2008

Estamos en el baile: bailemos.

En los mayores momentos de desesperación, la locura es la huida perfecta. Pero es un lugar al que sólo podemos acceder en forma voluntaria si estamos en una novela de Ballard.

martes, 4 de marzo de 2008

Tú también, palo borracho

Los pétalos de las flores de palo borracho tapizan la vereda a lo largo de varias cuadras. Son carnosas y de un vívido color rosado, y es casi un milagro ver cómo van cayendo en una fina y blanda lluvia cada vez que la brisa suave de marzo mece las ramas de los árboles. Caen uno sobre otro, formando una mullida alfombra donde los ojos se regocijan y descansan de tanto gris, de tanto marrón, de tanta pintura amarilla desteñida en los bordes de la calle. La mirada los sigue casi sin quererlo durante todo el trayecto, no puede creer tanta belleza natural, un regalo de la tierra que cada tanto nos da una tregua que aunque sea por una vez nos permite reconciliarnos con la vida, hasta que un pie mal apoyado resbala sobre uno de ellos, la caída es inevitable, el coxis se fisura, y es entonces cuando se transforman en ese objeto siniestro del que no queremos saber nada, nunca más.

Avivar el fuego

Hace más de veinte años años se estrenó La guerra del fuego, hoy una especie de clásico sobre la vida de las primeras tribus en nuestro planeta. Uno de los grupos –el que todavía no sabía producir fuego, pero sí disfrutarlo– se dedica con alma y vida a tratar de impedir la extinción de ese elemento cuya importancia habían aprendido a valorar. Hoy me pregunto si se darían cuenta del significado de lo que hacían, más allá de la necesidad de abrigo y seguridad. Mantener el fuego es una tarea muy difícil, casi imposible. No sólo hay que protegerlo de las corrientes de aire, hay que alimentarlo constantemente. No importa el cansancio, el aburrimiento o el desánimo. Si tenemos un fuego, aunque sea una llamita débil y vacilante, se requiere, además de voluntad, ganas. Unas inmensas ganas de que no se apague.

Ciencias ocultas

Tengo la cabeza llena de conocimientos que no puedo recordar. Pero sé que están ahí.

lunes, 3 de marzo de 2008

Apuntes para un monólogo

Me gustaría, alguna vez, escribir un monólogo que hiciera reír a la gente. O por lo menos, a unas cuantas personas. Con que una persona se riese de verdad con ganas me alcanzaría. Bueno, en realidad creo que me bastaría con que alguno sonriera.
Tengo varios temas que, como todo monólogo que se precie de tal, son observaciones (¿agudas?) de la vida cotidiana. Por ejemplo:
Imagine el público qué pasaría si un ser de otro planeta (ahí ya nos alejamos un poco de la vida cotidiana, pero esperen) tuviera la oportunidad de escuchar nuestras expresiones diarias. Hay dos personas hablando por teléfono móvil, y de pronto una de ellas dice “te tengo que cortar, porque me estoy quedando sin batería”. ¿Qué pensaría el señor extraterrestre? Que ha dado con una raza de robots no demasiado inteligentes, que necesitan recargarse a cada rato. ¿Por qué nos empeñamos en hablar así? ¿Por qué, en algún momento, cuando estamos frente a la computadora después de haberla recontracargado con todos los programas habidos y por haber, decimos “no tengo más memoria”? ¡Es la computadora, no nosotros, la que agotó su memoria! ¿Cómo llegamos a dar vuelta las cosas de esta manera? ¿Cómo es que ahora nos hacemos cargo de lo que antes les pasaba a los objetos? Hace muchos años, era al revés. Antes, cuando teníamos, por ejemplo, dos años y tropezábamos descalzos con la pata de un mueble, nos consolaban dándole (al mueble) unos cuantos coscorrones mientras decían “mala, mala la mesa”.
En este punto, el artista, hablando con cierta complicidad al público y señalando hacia donde se supone que está la salida a la calle, diría: “Y ahora los dejo porque, ¿saben? estoy mal estacionado”.

domingo, 2 de marzo de 2008

Actualidad

Odio repetirme, pero lamentablemente es así: llueve como si le pagaran.
¿O era como si le pegaran? No sé, porque el agua –que no para y no para– es capaz de disolver todo, hasta las vocales.

sábado, 1 de marzo de 2008

Lo que duele es aprender

Nunca había visto un color en su vida. Y de todas las cosas que era posible ver, ésa era la que más le intrigaba. Podía entender lo que era una forma; de hecho, sus manos distinguían lo redondo de lo plano, lo pequeño de lo grande, lo puntiagudo de lo suave. Podía saber si algo estaba arrugado o completamente liso. Si estaba hecho de alguna trama, como los tejidos, o era totalmente compacto en apariencia, como una hoja de papel. Si se abría al mundo como una flor, o permanecía cerrado, vuelto sobre sí mismo hasta que alguien lo rompía, como un huevo. Pero los colores, eso no sabía de qué se trataba. Por eso, todos los días le pedía a alguien que le dijera de qué color era cada cosa.
Una noche, alguien en la casa afiló demasiado el cuchillo de cortar pan; y así fue como aprendió que rojo era algo pegajoso, caliente y que dolía al tocarlo.