¿Nos sirve la experiencia de los demás? No me refiero a las advertencias que recibimos desde temprano, como cuando nos dicen que no toquemos un enchufe, o una silla recién pintada, o que esperemos la luz verde para cruzar. No es necesario poner los dedos en el tomacorriente para entender que allí habrá una descarga eléctrica dolorosa que pondrá nuestra vida en peligro. Hablo más bien de las cosas que hemos aprendido a valorar a lo largo de la vida, una vez que hemos llegado a cierta edad.
Cuando veo en la calle, por ejemplo, a una persona joven fumando, me gustaría pedirle que no lo haga. No porque yo haya sido fumadora; nunca encontré placer en un cigarrillo, a pesar de que fui tentada muchas veces en mi adolescencia: hubo quien llegó a decirme que “me quedaba bien”. Pero he llegado a una etapa en la que veo los estragos que hace este hábito en muchas personas queridas. Sin embargo, estoy segura de que nadie me haría caso.
Cuando se es joven, no se piensa en la edad madura. Todo lo contrario: alejamos de inmediato, como a un huésped indeseado, cualquier germen de la idea de que alguna vez llegaremos a esa edad. Cuando yo era chica calculé cuántos años tendría al cambiar el siglo, y eso bastó para que dejara de entusiasmarme la idea de estar viva en ese momento: sería espantosamente vieja. Estamos ya en la segunda década de ese siglo, y todavía no soy vieja.
A los jóvenes no les interesa pensar en ese futuro lejano, y tienen razón. Es una idea aguafiestas. Ellos no saben que querrán seguir aprovechando la vida, que les gustará sentir el aire fresco por la mañana, que tendrán ganas de reírse (claro que no con tanta frecuencia como a los veinte), que disfrutarán de ir al cine, leer un libro o saborear un bocado acompañado de una cerveza o una copa de vino al anochecer. ¿Cómo se hace, entonces, para prevenirlos de aquellas cosas que pueden hacerles daño a largo plazo, como en el caso del cigarrillo?
Tal vez habría que decirles que, si dejan de fumar, se sentirán mejores dentro de un par de meses. ¿Nos creerían? Es muy poco probable.
miércoles, 8 de febrero de 2012
miércoles, 11 de enero de 2012
Lorenzo Cooke
Ta es un avión. Aunque también puede ser un pájaro, la luz o el ventilador de techo. Hay ligeras variantes, no en en el modo de pronunciarlo sino en la elevación de la mano siguiendo la dirección de la mirada, con la palma hacia arriba para sostener semejante afirmación. Es preciso tener en cuenta que esos dedos tienen, hasta ahora, solamente diez meses de vida.
Es seguro que, con el correr del tiempo, esta palabra perderá la pureza inicial y se transformará en “ahí está” o algo por el estilo.
Bababá o papapá es papa, o cualquier otro comestible.
En cambio, mamamamamá quiere decir, claramente, teta.
Es seguro que, con el correr del tiempo, esta palabra perderá la pureza inicial y se transformará en “ahí está” o algo por el estilo.
Bababá o papapá es papa, o cualquier otro comestible.
En cambio, mamamamamá quiere decir, claramente, teta.
martes, 10 de enero de 2012
Cataclismo
Busco la sombra. Cambio de vereda todo el tiempo, cruzando la calle a sol abierto. Como los navegantes que ciñen la vela para poner a su favor el viento opuesto, voy en diagonal, tocando los puntos del rosario formado por las sombras que aparecen, aleatorias, de uno y otro lado de la franja de asfalto por la que no pasa ninguna bicicleta.
Me bautizo echándome en la cabeza chorros de agua de una botella. Sin darme cuenta murmuro algo parecido a una oración. No quiero morir, pero las andanadas de calor me han estado amenazando durante todo el trayecto. No miro el sol, y sin embargo estoy segura de que está mucho más próximo. Ha estado acercándose por la noche, cuando no podíamos verlo. Sé que es así, y ninguna verdad científica me convencerá de lo contrario.
Consigo llegar: no abro las ventanas, trato de conjurar la oscuridad. El aire está espeso como si fuera a explotar. El sol ya ha explotado. Ahora no veo el reflejo; es mejor así, cerrar los ojos, no enterarse, hacer como si no estuviera ahí.
En el medio de la habitación me pongo de rodillas, junto las palmas de las manos, me inclino con respeto y le doy las gracias al santo que inventó el aire acondicionado.
Me bautizo echándome en la cabeza chorros de agua de una botella. Sin darme cuenta murmuro algo parecido a una oración. No quiero morir, pero las andanadas de calor me han estado amenazando durante todo el trayecto. No miro el sol, y sin embargo estoy segura de que está mucho más próximo. Ha estado acercándose por la noche, cuando no podíamos verlo. Sé que es así, y ninguna verdad científica me convencerá de lo contrario.
Consigo llegar: no abro las ventanas, trato de conjurar la oscuridad. El aire está espeso como si fuera a explotar. El sol ya ha explotado. Ahora no veo el reflejo; es mejor así, cerrar los ojos, no enterarse, hacer como si no estuviera ahí.
En el medio de la habitación me pongo de rodillas, junto las palmas de las manos, me inclino con respeto y le doy las gracias al santo que inventó el aire acondicionado.
viernes, 23 de diciembre de 2011
El lenguaje vacío de la diplomacia
En un nuevo intento por recibir apoyo internacional para discutir sobre las Islas Malvinas, varios diputados –tanto del oficialismo como de la oposición– volvieron a reclamar ante el titular del Parlamento Europeo, Jerzy Buzek. El momento era oportuno: el funcionario está de visita en el país, y el Reino Unido acaba de amenazar con enviar al Atlántico Sur un submarino nuclear y otras delicias por el estilo. Este plan del UK es en respuesta a la decisión de los países latinoamericanos reunidos en el Celac (inspirados por un enorme gesto del Pepe Mujica) de no permitir la entrada a sus puertos de buques británicos con la bandera de las islas.
¿Qué hizo Buzek después de escuchar los reclamos? Propuso esto: “Avanzar en una diplomacia parlamentaria donde se puedan plantear los temas estratégicos de intereses comunes, en base a una agenda abierta de forma permanente que permita crear las condiciones necesarias para el desarrollo de los países”.
Una vez más: Serrat es un genio.
¿Qué hizo Buzek después de escuchar los reclamos? Propuso esto: “Avanzar en una diplomacia parlamentaria donde se puedan plantear los temas estratégicos de intereses comunes, en base a una agenda abierta de forma permanente que permita crear las condiciones necesarias para el desarrollo de los países”.
Una vez más: Serrat es un genio.
martes, 20 de diciembre de 2011
Coraje
En algunos países, como México, coraje significa –además de valor– disgusto, enojo, rabia.
Cuando hace diez años el entonces presidente De la Rúa decretó estado de sitio, se esperaba que el miedo actuara como método de disuasión para que todo el mundo se quedara en sus casas. Poca gente hay que ignore lo que significa el estado de sitio, algo así como un permiso para reprimir sin límites. Pero en forma inesperada, el pueblo salió a la calle y enfrentó el peligro. Y a pesar de lo que ocurrió en forma inmediata –las muertes, los heridos, la locura– fue un acontecimiento extraordinario.
El cobarde fue De la Rúa, y lo sigue demostrando cada vez que habla: según él, “lo hicieron abjurar de sus principios”. O sea, no tuvo el valor necesario para sostenerlos, y no se ruboriza al reconocerlo.
Es verdad que ese movimiento fue aprovechado por políticos que no reparan en medios para hacerse su propio espacio ganado a codazos; sin duda, en los saqueos hubo una mano negra. Pero sobre todo hubo hambre, desesperanza, miedo, impotencia. Porque cuando una sociedad atraviesa una crisis, a menos que pertenezca a ese núcleo ínfimo que siempre se beneficia de la miseria de los demás, tiene la sensación de que nunca va a salir de ahí, o de que el alivio va a llegar cuando ya sea tarde para todo.
Siempre me pareció extraño, o por lo menos un poco forzado, usar la misma palabra para designar rabia y valor. Pero éste es un ejemplo perfecto. Cuando los noticieros mostraron muchedumbres gritando, abollando tachos y cacerolas, enfrentando a los hombres a caballo que cometieron la bajeza de atropellar a las Madres, se produjo una epifanía. Una declaración de estado de sitio seguida por la más rotunda manifestación de rebeldía, donde, es cierto, estaban todos mezclados: los sin trabajo de siempre con los recientes empobrecidos, aquellos que no podían usar sus ahorros, los jóvenes, los maduros, todos. A partir de ahí, ya nada sería lo mismo.
Hoy, muchos tratan de justificar la defección simplificando un hecho tan complejo y cargado de humanidad como éste. Para quienes completaron el naufragio de toda una era de neoliberalismo empobrecedor, ése fue un golpe civil. Pero para los expulsados del sistema, para los hijos sin futuro, para los padres sin trabajo, para los ciudadanos de a pie estafados, para el pueblo abandonado por el estado, era rabia, desesperación, coraje.
Cuando hace diez años el entonces presidente De la Rúa decretó estado de sitio, se esperaba que el miedo actuara como método de disuasión para que todo el mundo se quedara en sus casas. Poca gente hay que ignore lo que significa el estado de sitio, algo así como un permiso para reprimir sin límites. Pero en forma inesperada, el pueblo salió a la calle y enfrentó el peligro. Y a pesar de lo que ocurrió en forma inmediata –las muertes, los heridos, la locura– fue un acontecimiento extraordinario.
El cobarde fue De la Rúa, y lo sigue demostrando cada vez que habla: según él, “lo hicieron abjurar de sus principios”. O sea, no tuvo el valor necesario para sostenerlos, y no se ruboriza al reconocerlo.
Es verdad que ese movimiento fue aprovechado por políticos que no reparan en medios para hacerse su propio espacio ganado a codazos; sin duda, en los saqueos hubo una mano negra. Pero sobre todo hubo hambre, desesperanza, miedo, impotencia. Porque cuando una sociedad atraviesa una crisis, a menos que pertenezca a ese núcleo ínfimo que siempre se beneficia de la miseria de los demás, tiene la sensación de que nunca va a salir de ahí, o de que el alivio va a llegar cuando ya sea tarde para todo.
Siempre me pareció extraño, o por lo menos un poco forzado, usar la misma palabra para designar rabia y valor. Pero éste es un ejemplo perfecto. Cuando los noticieros mostraron muchedumbres gritando, abollando tachos y cacerolas, enfrentando a los hombres a caballo que cometieron la bajeza de atropellar a las Madres, se produjo una epifanía. Una declaración de estado de sitio seguida por la más rotunda manifestación de rebeldía, donde, es cierto, estaban todos mezclados: los sin trabajo de siempre con los recientes empobrecidos, aquellos que no podían usar sus ahorros, los jóvenes, los maduros, todos. A partir de ahí, ya nada sería lo mismo.
Hoy, muchos tratan de justificar la defección simplificando un hecho tan complejo y cargado de humanidad como éste. Para quienes completaron el naufragio de toda una era de neoliberalismo empobrecedor, ése fue un golpe civil. Pero para los expulsados del sistema, para los hijos sin futuro, para los padres sin trabajo, para los ciudadanos de a pie estafados, para el pueblo abandonado por el estado, era rabia, desesperación, coraje.
martes, 2 de agosto de 2011
Suéltame, pasado
Por estos días, una serie de recuerdos inesperados se me aparecen de golpe y reclaman con fuerza mi atención consciente. La convocatoria de varias compañeras de la escuela secundaria a reunirnos después de muchos, muchos años, me llevó a conectarme con ellas; y se están produciendo unos interesantes intercambios con los que no soñaba ni remotamente. Pero lo más importante es que, al calor de los e-mails que van y vienen, brotan esas evocaciones entrañables que parecen venir de otra dimensión, algunas con una claridad increíble.
Noviembre de 1963. Ensayamos una obra que vamos a representar delante de todo el colegio. Es rara; la escena es un “saloon” del lejano oeste, y hay una voz que relata la acción con el fondo de una música que, una de dos, es o La hora señalada o Campos Verdes. Pero lo central de la puesta es que cada una de las cosas que hay en el escenario –la barra de tragos, las mesas, la estantería con las botellas– somos nosotras. Yo hago de puerta batiente, junto con otra compañera; y hay que ver cómo nos entrenamos para movernos sobre los “ejes laterales” (la pierna izquierda de una y la derecha de la otra) cada vez que alguien entra. Y cómo festejamos al final, completamente liberadas de nuestros goznes, bailando algo parecido a un twist.
Mientras escribo esto, me doy cuenta de una coincidencia en la que nunca había reparado. Es mismo día, al volver del ensayo (en la casa de una compañera), el televisor blanco y negro de mi casa muestra durante horas la misma desgarradora escena: cientos de personas llorando la muerte de Kennedy. Entre tantas producciones posibles, mis compañeras y yo habíamos elegido justo ésa; el relato emblemático de un lugar remoto que no nos pertenecía, pero que ese día, como un terremoto histórico, se metía en los hogares de todo el mundo.
Noviembre de 1963. Ensayamos una obra que vamos a representar delante de todo el colegio. Es rara; la escena es un “saloon” del lejano oeste, y hay una voz que relata la acción con el fondo de una música que, una de dos, es o La hora señalada o Campos Verdes. Pero lo central de la puesta es que cada una de las cosas que hay en el escenario –la barra de tragos, las mesas, la estantería con las botellas– somos nosotras. Yo hago de puerta batiente, junto con otra compañera; y hay que ver cómo nos entrenamos para movernos sobre los “ejes laterales” (la pierna izquierda de una y la derecha de la otra) cada vez que alguien entra. Y cómo festejamos al final, completamente liberadas de nuestros goznes, bailando algo parecido a un twist.
Mientras escribo esto, me doy cuenta de una coincidencia en la que nunca había reparado. Es mismo día, al volver del ensayo (en la casa de una compañera), el televisor blanco y negro de mi casa muestra durante horas la misma desgarradora escena: cientos de personas llorando la muerte de Kennedy. Entre tantas producciones posibles, mis compañeras y yo habíamos elegido justo ésa; el relato emblemático de un lugar remoto que no nos pertenecía, pero que ese día, como un terremoto histórico, se metía en los hogares de todo el mundo.
jueves, 23 de junio de 2011
Cerebros vacunos
En la radio, un médico psiquiatra dice que tenemos un cerebro que es más mamífero que intelectual. Lo dice para explicar, en parte, por qué se producen hechos de violencia en los partidos de fútbol. Inmediatamente, pienso “qué hazaña, la humanidad; cómo pudimos llegar a lo que somos, con un cerebro tan primario”.
Hay otros ejemplos, además de las conocidas acciones vandálicas de los fanáticos del deporte. Tener un cerebro predominantemente mamífero explicaría también la obnubilación de la razón que producen las pasiones amorosas, el estado de idiotez que se puede atravesar durante un enamoramiento. Pero resulta que la pasión y la locura también forman parte de los grandes descubrimientos, de los avances científicos más rotundos, de las obras de arte más sublimes; y sin esa llama no podríamos concebir la patada de Galileo, las vacunas, los viajes a la Luna, Beethoven, Da Vinci, Einstein o Madame Curie. Cuánto faltará, entonces, para que nuestros cerebros de vaca aprendan a poner esa fuerza bruta en un lugar que nos vuelva un poco más humanos.
Hay otros ejemplos, además de las conocidas acciones vandálicas de los fanáticos del deporte. Tener un cerebro predominantemente mamífero explicaría también la obnubilación de la razón que producen las pasiones amorosas, el estado de idiotez que se puede atravesar durante un enamoramiento. Pero resulta que la pasión y la locura también forman parte de los grandes descubrimientos, de los avances científicos más rotundos, de las obras de arte más sublimes; y sin esa llama no podríamos concebir la patada de Galileo, las vacunas, los viajes a la Luna, Beethoven, Da Vinci, Einstein o Madame Curie. Cuánto faltará, entonces, para que nuestros cerebros de vaca aprendan a poner esa fuerza bruta en un lugar que nos vuelva un poco más humanos.
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