Un virus desconocido estaba atacando las cuerdas vocales de una gran parte de la humanidad. Era un virus selectivo: sin que nadie supiera por qué, sólo afectaba a las personas que hablaban aun sin tener nada para decir. En consecuencia, eran muy pocos los que estaba a salvo.
Las emisoras de radio fueron languideciendo hasta casi enmudecer, y una tristeza incontenible ganó los corazones de millones de oyentes que solían encontrar alivio en esas voces amigas, aunque sólo fuera por conocidas.
Quedaban las grabaciones y la música, pero ya casi nadie decía cosas de verdad. Algunos de los pocos que no habían sufrido el embate del virus, los menos tímidos, empezaron a usar los micrófonos de radios y canales de televisión. Eran los que sí tenían algo para decir.
Muchos de ellos no tenían ninguna experiencia en ese oficio, y carecían de los trucos que les permiten a los experimentados mantener la comunicación a la vez que dan la impresión de estar diciendo algo verdadero. Entonces se arreglaban como podían, tratando de evitar las repeticiones.
Poco a poco, los que estaban del otro lado fueron dándose cuenta de que nadie tiene tantas cosas para decir, y aceptaban con gusto ese nuevo ritmo. Los nuevos hablantes se adaptaron también a la nueva situación, y sólo hablaban cuando sabían que podían decir ALGO.
La inexperiencia y el pudor hacían que, en cada emisión, se produjeran con frecuencia largos silencios; pero, para consuelo de muchos, eran unos silencios cargados de sabiduría.
1 comentario:
Luisiña lo que escribis me gustó y es cierto cuando es cierto y es erróneo cuando probablemente una palabra, solo una palabra, puede despertar en el otro algo dormido.
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