La primera vez que un libro me mordió, ni siquiera sabía leer. Era un libro de cuentos como los de antes, con tapas duras, de la editorial Sigmar. Había ilustraciones con cortinados de terciopelo, vasijas de barro, gatos con botas, caballos enjoyados, princesas con cara de niñas y campesinos enamorados que aspiraban al puesto de príncipe consorte, pero sólo por amor.
Me dejé morder con ganas cuando, una tarde, mi tía Porota empezó a leernos uno de esos cuentos a mis primos, a mi hermano y a mí. Quería que ese momento no tuviera fin. No sé si mi hermano y mis primos se acuerdan; para mí es un recuerdo bisagra. Poco después me dediqué con toda el alma a aprender a descifrar esos ganchitos que dibujaban otros mundos en negro sobre blanco, una forma de volver interminable el momento fundacional de aquella tarde. La mordedura venía con veneno, y no había antídoto.
Mi primer regalo de Navidad me lo hizo mi padre. Fue un libro. Lo leí tantas veces que todavía puedo describir las ilustraciones con epígrafes, de los que sobresalen, vaya a saberse por qué, dos palabras que aprendí gracias a esas mordeduras cotidianas: había una campesina zafia (que, por supuesto, era una princesa disfrazada para protegerse de la maldición del rey) y una viejecita con aspecto de bruja que barbotaba.
No sé en qué momento me hice adicta a las revistas infantiles y a las de historietas. Pasábamos el verano en la isla con mamá y los abuelos, y los fines de semana esperábamos con necesidad abstinente la llegada de papá, que nos traía sin falta nuestra dosis: las revistas de la semana.
Casi como por milagro, en mi casa había una pequeña biblioteca llena de libros forrados de verde. Habían sido, creo, de uno de mis tíos; y eran de Emilio Salgari. La mordedura de esos libros tenía gusto a sal marina, a selva, a madera con brea, a bodega.
Salgari ya me había inoculado el virus de la aventura, y para colmo fui atacada también, masivamente, por los libros de la colección Robin Hood.
Cuando todavía podía disfrutar de la mordedura del terror, descubrí a Lovecraft. Por un tiempo no pude mirar las nubes sin temer la presencia de alguna malignidad innombrable. Y no tenía nada que ver con la religión.
Después vinieron –no necesariamente en ese orden– Cortázar, Bradbury, Borges, Ballard, Faulkner, Kafka, Poe, Saer, McCullers, Calvino, Homero, Cheever, Highsmith, Pavese, Girondo, McEwan y muchos, muchos más.
En algún momento recibí el ataque de una jauría furiosa: los libros de la colección Minotauro. En esa época se hablaba despectivamente de la literatura de evasión, como si leer a Sturgeon o a Dick nos transformara en idiotas pataleando en el aire. Por el contrario, sigo sosteniendo que, mientras estamos leyendo esos libros, nos fugamos a un mundo más verdadero, y eso nos permite volver al mundo “real” para entenderlo mejor.
Algunos libros me clavan los colmillos sin piedad con la primera línea, otros me mordisquean inofensivamente, otros se me quedan prendidos como esos perros decididos a no soltar su presa, o se hunden en mi carne como una caricia de encías húmedas y blandas. Pero casi todos me dejan marcas. Y creo que de esas marcas estoy hecha.
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