miércoles, 20 de agosto de 2008
Raíces verdaderas
No soy buena para las plantas. No es que no me gusten. Es más bien que no tengo mano, como suele decirse. Me olvido de regarlas, no sé cuánta agua hay que ponerles, no tengo idea de cómo se hace para pasarlas a otra maceta sin que sufran, ni en qué época conviene plantarlas. Así que, por lo general, suelen tener poca vida conmigo. Lo lamento cada vez que eso ocurre, y me apena, pero eso no arregla las cosas. A veces pienso que ellas lo saben, y no cuentan mucho conmigo. Conocen su destino y lo aceptan resignadamente. Creo que si pudieran saldrían corriendo. Pero no, no pueden. Cuando decidí mudarme, lo que menos miraba de los departamentos o casas que me mostraban era si tenían o no un balcón. Estuve a punto de comprar uno que no tenía un solo lugar apropiado para poner una maceta. Muy luminoso, pero sin espacios exteriores. Fantástico, pensé. Unas cuantas plantas más se salvaron del exterminio. No fue así. Poco después conocí la que va a ser mi casa, y no pude negarme. Era para mí. Todavía no me la entregaron, pero ya la estoy disfrutando. En mi cabeza hay un mapa en el que todos los días ubico muebles, pinto paredes y, sí, compro plantas en macetas. Limoneros, clavelinas, alegrías del hogar, azaleas. La nueva casa, en la que espero afincarme por bastante tiempo, tiene un balcón terraza (en realidad es una terraza de cuatro metros por cinco a continuación del living) con espacio suficiente bajo el sol como para poner las plantas que se me ocurran. Estoy atrapada. Pero también estoy encantada. Me parece que ha llegado la hora de reconciliarme con el reino vegetal.
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