lunes, 9 de febrero de 2009

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Un día, al despertar, se dio cuenta de que recordaba todo lo que había soñado en su vida.

Los sueños se presentaban ordenados en orden cronológico, del más antiguo al más reciente.

Sueños de ríos de miel y acequias de leche, formas que apenas reconocía porque pertenecían a los rostros del pasado. Un mechón de pelo oscuro balanceándose sobre la frente de su madre mientras lo amamantaba.

Pesadillas de las que solía despertar gritando, a la vez que se despertaba el resto de la familia.

Sueños que contenían, a veces distorsionadas, otras veces con una claridad absoluta, las imágenes olvidadas de su infancia. Polvorientas cortinas de tul en la ventana del comedor en la casa de la abuela. Abejas doradas atravesando un haz de luz entre los árboles, en el bosquecito que había detrás de la casa de la isla. El olor a corteza barrosa de los álamos mojados por la inundación. El reflejo en los adornos de vidrio del primer árbol de navidad. La percusión de las gotas de un aguacero sobre las tablas resecas y despintadas de la persiana. La desolación de los pasillos vacíos en la escuela durante una hora de clase, mientras buscaba algo por encargo de la maestra.

Sueños de abandono.

Sueños de interiores laberínticos, de casas imposibles en las que la puerta del baño no podía cerrarse jamás. Trenes que no llegaban a ninguna parte, que nadie sabía de dónde venían. Sitios a los que era imposible llegar.

Sueños de vértigo, una escalera empinada que sus pies apenas tocaban al bajar, las suelas de los zapatos resbalando por los bordes de los escalones, como si esquiara en una montaña de mármol. Sueños de caída de los que solamente podía despertarse cayendo pesadamente sobre el colchón. Sueños eróticos. Sueños dentro de los sueños.

Atrapó todos esos sueños, los atesoró en algún hueco de su mente y los olvidó de inmediato. Algún día acudirían en su ayuda.

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