La primera vez no se habían dado cuenta. El primer cajón era, por fuera, igual a todos los otros. No fue sino hasta que tiraron fuerte de él para sacarlo, que vieron lo corto que era. El tirón, inadecuado para el tamaño, lo sacó de manera brusca: debía tener la mitad de la profundidad esperada. Sin embargo, el de abajo continuaba hasta el fondo del placard. Se agacharon para mirar y descubrieron, escondido debajo del estante que lo sostenía, otro cajón. En el medio, una cerradura. Debe estar abierto, pensaron. De otra manera, la llave estaría por aquí cerca. Pero el cajón no cedía.
En la casa había vivido una anciana, quién sabe cuántos años. Empezaron a imaginar los ajetreos de la familia vaciando las habitaciones, los muebles, guardando lo que valía la pena y arrojando a la basura lo que no servía. Olvidando cosas aquí y allá, algunas de ellas, precisamente, en algunos de esos cajones. Entonces no les pareció tan disparatada la idea de que, durante esa tarea ingrata, esa obligación que todos queremos dar por terminada lo antes posible, hubieran omitido revisar todo. Y ahí estaba el cajón oculto, guardando vaya a saberse qué clase tesoros. Un escondite secreto, del que probablemente no sabían nada los hijos o los sobrinos, o quienes quiera que fuesen los sobrevivientes. Podría ser que allí estuvieran los ahorros acumulados durante años. Billetes verdes. O joyas de oro. Con mucha mala suerte, billetes de alguna moneda que ya estuviera fuera de circulación. Carcomidos por la curiosidad, hicieron un segundo intento de forzar el cajón. Esta vez abrió.
Allí estaba el arcano, la joya que la mujer ya no usaría nunca más, el que había sido uno de los objetos más preciados durante su vida. Las dos hileras perladas brillaron al retirar el papel de seda, y una sonrisa pareció brotar desde el más allá a través de la dentadura postiza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario