Hay un mundo en el que todo es provisorio. Los proyectos ocupan todo el espacio y todo el tiempo. Nos quedamos quietos, de pie entre los límites de una baldosa, y desde allí imaginamos otros mundos. Nada de lo que sucede en esos escasos centímetros cuadrados de aire interesa de verdad; lo que importa es lo que vendrá. El lugar donde están todas las realidades posibles, todas las metas por cumplir. Los mundos imaginados son amplios, generosos. Todo está por hacerse, y sin embargo se abren hacia nosotros como un tesoro de bienes preciosos, inabarcables. Si algo no nos gusta, podemos cambiarlo; total, no existe todavía.
Mientras tanto, la realidad en nuestra baldosa permanece en segundo plano; no hay urgencias, podemos tolerar ese estado en el que todos los objetos parecen estar suspendidos en el aire, dispuestos a alejarse apenas intentamos capturarlos, o escondidos, inaccesibles por el momento porque, claro, no hay espacio. Es un universo en el que la queja no tiene sentido, porque sería como lamentarse del color de las paredes de ese sector del aeropuerto en el que estamos en tránsito esperando el otro vuelo, el definitivo. Lo que importa de ese sitio, es que es un lugar de pasaje. Entre tanto, por supuesto, respiramos, comemos, reímos, hacemos lo indispensable para vivir. Y pensamos en el lugar de destino.
Llega un momento en el que lo provisorio se termina. Damos el salto, dejamos la baldosa. Y los múltiples mundos imaginados pasan a ser un único universo que reclama toda nuestra atención, porque lo habitaremos por mucho tiempo. Y encontramos, sí, las alegrías anticipadas, el aire liviano, la luz. Lo recorremos con indolencia, o saltamos a cerrar una ventana porque llueve, nos perdemos, nos encontramos en parte, volvemos a perdernos. Y la realidad vuelve; nos ponemos de frente, tomamos aire, sacamos pecho y, qué remedio nos queda, la enfrentamos. Ya no hay excusas, por suerte.
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