miércoles, 12 de noviembre de 2008
Grito
Hay cada vez más vacas. No en el campo, aquí, en la ciudad, en los suburbios. Caminando por la calle, haciendo la cola del banco, viajando en colectivo. O tal vez es la misma cantidad que antes, sólo que yo no las veía. Ahora, desde hace un tiempo, tengo un radar de vacas. Y no me refiero al tamaño, sino más bien a una condición. Algo en las miradas, en el tono de voz, en la actitud. Hay algo vacuno en lo que suelen decir, también. Sobre todo, cuando hablan de materias de las que todo lo ignoran, con frases hechas, repetidas hasta la agonía. Es como si se hubiera agotado la capacidad de combinar las palabras para decir cosas. Para decir cosas, digo. Algo que valga la pena escuchar, que nos haga temblar alguna remota neurona. Hay como un cansancio, como una renuncia. Como si pensar por cuenta propia fuera algo reservado a vaya a saberse qué usina de producción de ideas. Y entonces, lo único que hubiera que hacer fuera recibir la papilla masticada, baboseada, triturada por los hombres y mujeres que hablan dentro de una caja, o que escriben todos los días en algún panfleto. De investigar, nada. De preguntar, menos. Todo son respuestas, “slogans”. Verdades cerradas. A veces me pregunto si vale la pena gritar, si alguien me escuchará por sobre los mugidos, o si yo misma, como en la obra de Ionesco, me transformaré en una de ellas.
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