No es nada nuevo, pero aparecen como si lo fueran. Hay fantasmas. Atraviesan las puertas cerradas, las paredes, las claraboyas. Caminan en medio de las avenidas por la noche, resbalando apenas sobre el asfalto húmedo. A veces se caen o, quién sabe, se acuestan a dormir, cansados de que nadie los vea. Por momentos se los puede oír, y sus voces suenan tristes y a la vez exaltadas.
Tienen mucho para decir. Lo han guardado durante largo tiempo, aunque no siempre callaron. Repiten sus historias de oprobio, sus relatos de dolor, de lo que fue orgullo antes, cuando todavía no eran fantasmas. Tienen mucho para decir. Parece que hablaran del pasado, pero es bastante más que eso. Los fantasmas viven una vida atemporal. Quieren mostrarnos cosas, a nosotros, que sólo sabemos qué día es hoy, y nos alcanza con eso para saber que estamos vivos, o casi.
No se enojan con nosotros (ya dije que están fuera del tiempo), pero a veces tienen ganas de tomarnos con fuerza por los hombros y sacudirnos, a ver si así consiguen despertarnos por un rato de este sueño de realidad brumosa en el que estamos sumergidos. Por algunos momentos lo consiguen, y entonces es como si se multiplicaran a través de una simiente que circula entre las miradas, por la calle, en los trenes, en las voces de la radio y la televisión. Después, vuelven a ser fantasmas. Y es muy penoso ver qué cansancio, qué desazón los envuelve mientras golpean los vidrios de las ventanas sin que nadie lo note, sin que nadie, o casi nadie, crea que alguna vez existieron, que todavía existen.
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