viernes, 5 de febrero de 2010

Nadie me prometió un jardín de rosas

Escribir es una experiencia demoledora. A veces pienso que escribimos para entendernos mejor, pero casi siempre, para huir de nosotros mismos. Por supuesto que este último objetivo es imposible de cumplir, por muchas razones. Pero en esa distancia que tomamos con respecto al personaje, por ejemplo, ¿no hay una necesidad desesperada de gritar que no, que no somos eso, que si alguna vez lo fuimos ya no lo somos ni lo seremos más?

En las diferencias que les imponemos a los personajes para que no sean iguales a nosotros, hay una especie de despedida de todo lo que hemos venido siendo hasta el último minuto del momento en que nos sentamos a contar una historia. En ese caso, la palabra escrita serviría a la vez como renacimiento y como entierro del que escribe. Una forma, si se quiere, bastante penosa de volver a inventarse.

No hay comentarios: