martes, 27 de octubre de 2009

A colorear, mi amor

Tomaron una decisión histórica: reemplazarían las armas mortales por un sistema de ataques simbólicos. A partir de ese momento, cada vez que un conflicto se entrometía en la vida de dos o más países, manchas azules, rojas, verdes, amarillas y de todos los tonos y colores imaginables empezaron a aparecer en las paredes exteriores de las embajadas, que rápidamente eran pintadas de nuevo con el color original. Unos inofensivos cañones diseñados para ese efecto disparaban cápsulas de pintura que se estrellaban, obedientes, en los objetivos designados.

El sistema era tan divertido que, al poco tiempo, hubo más gente dedicada a este servicio que a las tareas destinadas a proveer a la población de alimentos, ropa, muebles, artefactos y demás.

Destruido el equilibrio entre el trabajo y el consumo, las economías de los países que habían adoptado este método tendieron a colapsar.

Entonces, el gobierno del país que había tomado la iniciativa (como tantas otras, en el pasado) llegó a la única conclusión posible. Para salir adelante, hacía falta una guerra de verdad.

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