miércoles, 14 de octubre de 2009

Las reglas del tango

Cómo evitar que a continuación de “viento”, en el verso siguiente, venga “lamento”. O que un par de respiraciones después de garúa aparezca púa, y después de sombra, nombra. La risa loca tiene que estar junto a su boca. El último café siempre tuvo una soledad sin para qué. Sus labios con frío necesariamente evocan un suspiro. El que da consejos sabe jugarse el pellejo. La más papa milonguera fue la reina del festín en una noche diquera, aunque no sepamos qué es esto. Los resplandores desaparecieron de sus ojos al mismo tiempo que de su cara los colores. Las notas del tango hacen vibrar el almita de la papusa de fango. Pensar en los tiempos pasados hace latir destrozado su cansado corazón.

Cómo recordaríamos la letra de un tango, si no fuera por las inefables rimas que la atraviesan, impiadosas, con esa necesaria ternura cursi en cada verso.

Talento especial

A veces hago magia. Son actos simples, para nada espectaculares, que podrían pasar tranquilamente por resultados casuales, producto del azar. Pero no, es magia.

No hay ningún truco en esos actos, y si lo hay, es involuntario. Ignoro por completo los mecanismos que permiten la realización de tales proezas. Simplemente, me salen.

Ninguna emoción intensa está involucrada, ningún asombro. Una vez producida la magia, lo tomo como algo natural, sin demasiada trascendencia. Y tampoco espero admiración por parte de quienes me rodean. Es más: la mayor parte de las veces —me atrevería a decir que la totalidad— nadie se da cuenta.

Ayer, sin ir más lejos, hice que el señalador de cartón del libro que estaba leyendo permaneciera durante casi un minuto en perfecto equilibrio sobre uno de sus cantos, en la superficie de madera irregular de la mesa del café al que suelo ir por las tardes.

lunes, 12 de octubre de 2009

Estímulo

No sabemos si la anécdota es verdadera, pero en todo caso es digna del protagonista. Se cuenta que Picasso, al ver la mirada perpleja de un modelo frente al retrato que terminaba de hacerle, le palmeó la espalda y lo animó con esta frase: “Bueno, ahora, ¡a parecerse!”

Algo así me suena que tienen que haber sido las intenciones de los jueces encargados de repartir los premios Nobel, al darle el de la paz a Barack Obama. Ni él mismo se lo creyó, y no es para menos: más allá de sus proclamados deseos de paz, no son muchos los hechos que inclinan la balanza a su favor. Para dar sólo un ejemplo, la cárcel de Guantánamo sigue estando allí.

Somos unos cuantos los que cruzamos los dedos para que Obama pueda hacer realidad algunos de sus proyectos, pero no nos engañemos: ser presidente de los Estados Unidos no siempre es tener todo el poder.

Así que, sin descruzar los dedos, señor Obama, ahora, a merecer el premio.

Zapatillas y boleadoras

Cada vez que veo allá en la altura, en uno de los cables que cruzan la calle en una esquina, un par de zapatillas colgando de sus cordones, pienso en boleadoras. El concepto es el mismo: un cordón, con dos elementos más o menos pesados en sus extremos, que se arroja a lo lejos para atrapar algo. Con similar obediencia, el cordón (o el tiento de cuero) queda enredado mientras las zapatillas (o las bolas) giran alrededor, atrapando el cable (o las patas del animal).

Las zapatillas enredadas en el cable suelen ser la señal de que allí se vende droga. No es necesario poner ningún cartel, ni preguntar a nadie; esa marca visible permanecerá allí durante mucho tiempo, mientras nadie se suba a una escalera (que más bien debería ser una grúa) para sacarlas. Y aun cuando ya nadie haga negocios ilegales en esa esquina, las zapatillas estarán, mostrando en forma dramática lo que hace una adicción: atar, asfixiar a su presa hasta inmovilizarla y dejarla inerme. Como las boleadoras.

sábado, 10 de octubre de 2009

Tácito y explícito

Hablábamos de costumbres. Qué hacer los fines de semana, cuando salir no es una opción atractiva. Leer, claro. Hojear el diario, para mí un ritual de papel crujiente que marca la diferencia con la lectura virtual de lunes a viernes. A ella (la amiga de una amiga, muy simpática y agradable) le pasaba lo mismo. Y mientras la charla fluía con frescura, me di cuenta de yo sabía algo que ella no sabía. Por eso, cuando nombró el diario que leía —La Nación— no fue ninguna novedad. Y fue en ese momento cuando decidió entrar en detalles (insisto: yo sabía algo que ella no). Hoy leí La Nación y me llené de indignación, dijo. No con esas palabras, pero más o menos. Lo dijo con el tono que ya conozco, dando por sentado que yo compartía su misma indignación y no hacían falta explicaciones. Quiero aclararte algo antes de que sigas, dije. El diario que yo leo es Página 12. Me miró con espanto, aspirando con ruido, tapándose la boca, casi dando un salto.

Esto me pasó hoy, día de la sanción (y promulgación, ya, a estas horas) de la nueva ley de medios audiovisuales.

martes, 6 de octubre de 2009

Consumidor promedio

—Buenas. ¿Tiene pensado?
—¿Eh?
—Digo, si tiene pensado.
—Si tengo pensado ¿qué?
—Bueno, lo que sea. Yo compro todo pensado. Compro todo lo que pueda conseguir, y hago stock. Así, cada vez que necesito una respuesta, una opinión, la busco ahí. Algunas están siempre arriba de la pila, las tengo repetidas.
—Y eso, ¿por qué?
—No sé, me las ofrecen y, qué sé yo, no me puedo resistir.
—Pero… ¿no es mucho más interesante que las piense usted?
—Bueno, puede ser, pero no tengo tiempo. Además, ya perdí la costumbre. Un día me di cuenta de que no sabía qué pensaba de un montón de cosas. Y descubrí también que hay mucha gente que está todo el tiempo diciendo lo que piensa. Usted prende el televisor, sin ir más lejos, y aunque no ponga el volumen, se entera de cómo hay que pensar. Esas frases que ponen en la parte de abajo de la pantalla, por ejemplo. Son muy útiles. Uno se las aprende sin querer, así, sin darse cuenta. Y después, cuando las dice, es fantástico, porque no se acuerda de que las vio escritas. Usted piensa que se le acaban de ocurrir, se siente ingenioso.
—Pero eso, ¿no es engañarse a sí mismo?
—Ahí está, ve. Usted ve todo lo negativo. Usted va contra la corriente, y eso no es bueno. Tiene que dejarse llevar. Haga como yo: compre todo pensado.

jueves, 1 de octubre de 2009

Soy escrita

Sólo se trata de confianza, me digo. De dejar que suceda. Como por las noches, cuando me vuelvo sobre el costado izquierdo y espero. Simplemente, espero. Y a la larga —o a la corta— el sueño llega. Así de simple.

Intento hacer lo mismo con otras cosas. Por ejemplo, para llegar a escribir. Nadie me obliga, no hay una función fisiológica que me imponga la necesidad de hacerlo. Pero siento que tengo que hacerlo. Entonces busco frases guardadas, claves, títulos, temas de archivo. Los miro por encima del hombro, con escepticismo y en ocasiones hasta con desprecio. La mayoría de las veces, desisto.

Pero hay momentos, como éste, en que no quiero darme por vencida. Trato de relajarme, de ver qué pasa, simplemente con el cuaderno y el lápiz a mano, como si de ahí pudiera salir algún efluvio mágico. A veces, muy pocas veces, sucede. Es decir: dejo que suceda. Y un infinitesimal grado de escritura me atraviesa fugazmente, dejándome con la sensación de que no alcanza, de que todo ha sido una ilusión, de que eso que queda ahí, para bien o para mal, nada ha tenido que ver con mi esfuerzo, ni con mi voluntad, ni con mis ganas.