En sus momentos más felices, el torrente de ideas fluye con libertad, sin que nada parezca tener la capacidad de detenerlo. Va y viene por el cauce habitual, gorgoteando en las partes más angostas, moldeando vórtices en las curvas y saltando en las pendientes. Sin embargo, y a pesar de que el recorrido es siempre el mismo, ensaya movimientos diferentes en cada vuelta, hace piruetas y carambolas, como si buscara trascender los márgenes un poco más cada vez.
Cuando se cruza con otro torrente no puede evitar que una parte de ambos contenidos se entremezcle, y al volver a su cauce hace una especie de recuento y valoración de esas ideas que han quedado allí, apropiadas casi, copiadas en su propio genoma, ahora corregido y aumentado.
Estas ideas nuevas introducen variantes en el modo de desplazarse y fluir del torrente, que acepta gustoso esa gimnasia que a veces fortalece sus ideas previas y a veces las reemplaza por otras, más abiertas o más profundas si se quiere, en una vuelta de tuerca que transforma el recorrido en una especie de espiral ascendente.
Igual que en un remolino, las vueltas de la espiral se enroscan sobre su ombligo y, en ciertas circunstancias, algunas de las ideas parecen retroceder y replegarse; pero casi siempre es para volver mejoradas, como un mecanismo que se modifica a sí mismo todo el tiempo.
En estos momentos felices de crecimiento, el torrente no advierte que las cosas pueden cambiar. Un cierto cansancio amenaza la continuidad de este despliegue vital de las ideas, y el espesarse del fluido que las contiene presagia un entorpecimiento, un marasmo que pondrá freno, en gran medida, al avance impetuoso de los momentos anteriores.
Esto no sucedería si, junto a todas esas ideas dinámicas y libres, a todo ese cuerpo en crecimiento constante y asombrado de su propia fuerza, no hubiera, también, una cantidad considerable de pensamientos fijos, de hipótesis inamovibles e indiferentes a toda investigación; por decirlo de otra manera, de prejuicios.
Por desgracia, algunos trombocitos formados por la acumulación de estos prejuicios han quedado estancados por ahí, dificultando la marcha. Otros avanzan lentos pero seguros, y quién sabe dónde irán a parar. Lo cierto es que ya nada es lo mismo, todo ese movimiento interesante se vuelve rústico y pesado como un animal prehistórico, y se hace cada vez más difícil abandonar esa rutina de ideas masticadas que resultan tan cómodas de usar.
En un último esfuerzo insensato, las ideas originales avanzan sacando fuerzas de la adversidad y buscan una rendija para, al menos, salir al exterior. Pero ya las placas de prejuicios han formado una barrera sólida que tapona la salida, y a las ideas no les queda más remedio que quedarse ahí, aburridas de tanto lugar común, anhelando sin demasiadas esperanzas la improbable derrota de los prejuicios.
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